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LUTERO, EL PAPA Y EL DIABLO

 

PRIMERA PARTE

Sobre el Bautismo y la Gracia

 

 

Moisés nos descubrió a todos, empezando por los Hebreos, que Dios es Espíritu y que Dios es Santo. Pero esta conclusión parecía más bien un juego de palabras, una asociación lógica del tipo teorema aristotélico:

Dios es espíritu,

Dios es santo,

luego Dios es espíritu santo.

Consciente de la Necesidad que tenía su Creación de verlo y tocarlo, Dios no lo dudó y engendró a Cristo. Pero queriendo llevarnos a la plenitud del Conocimiento de la Verdad quiso que fuese su Hijo, porque la Verdad estaba en El, quien se hiciese hombre y nos mostrase en sus carnes al Espíritu Santo. Y viendo al Hijo viéramos al Padre. Sobre lo cual no tengo nada que decir porque todo está escrito. El hecho es que a todos los que creen en esta Verdad, a todos se les concede la Gracia de pasar de esta vida a la vida eterna sin ser juzgados:

“En verdad, en verdad os digo que el que escucha mi palabra y cree en el que me envió, tiene la vida eterna y no es juzgado, porque pasó de la muerte a la vida” (Juan -el Hijo obra en unión con el Padre).

Y en esta Fe está la Gracia. ¿Pues quién será el hombre que se atreverá a mantenerse de pie y declararse justo delante del Juez del Universo? - como en alguna otra parte dice la Biblia. Y, sin embargo, siendo tan sencilla esta Fe y estando tan cerca de nuestro corazón su Gracia, no todos los cristianos comprendieron esta Verdad. La Historia, hay que decir, no miente. Fueron muchos los grandes pastores de hombres que se negaron a creer que algo tan infinitamente maravilloso y divino, la vida eterna, se nos haya concedido sin pedirnos a cambio nada, únicamente y nada más que creer en el Hijo de Dios.

Intentando comprender el porqué de esta negación de tales grandes hombres a aceptar el Reino de los cielos con la inteligencia natural de un niño, la explicación más a mano es que a esos hombres tan grandes se les enseñó con tanto ahínco que Dios es infinitamente inteligente, todopoderoso, omnisciente, bueno, etcétera etcétera, que acabó resultándoles imposible creer que la Ciencia de la Salvación pueda entenderla hasta un chiquillo. Se dijeron a sí mismos que eso no podía ser y buscaron la forma de retorcer la Verdad hasta convertirla en una doctrina digna de sus inteligencias y genios. Al final, aunque con palabras diferentes, todos acabaron haciendo lo mismo: conducir a los ignorantes al campo donde Caín encontró la quijada de asno con la que le partió a su hermano Abel el cráneo.

(El hecho es que todos los santos y sabios maestros que interpretaron a Dios, a su Hijo y a la Sagrada Escritura acabaron predicando la necesidad de la muerte de los católicos. En este orden la Reforma no marcó época ni revolucionó la relación entre los Arrio y Donato de los primeros siglos del Cristianismo y los Lutero y Calvino de todos los tiempos). Como se ve de la lectura de la Historia del Cristianismo y demostraré en esta Respuesta, a muchos de aquéllos grandes maestros les perdió el mismo error, querer ser el Intérprete de la voluntad de Jesucristo. Y digo error porque todos aquéllos grandes hombres se olvidaron de un Hecho: Jesucristo resucitó al tercer día y, estando vivo, no necesita de Intérprete alguno entre Él y su Pueblo. Ni Ayer ni Hoy ni Mañana. El R. P. Martín Lutero, Maestro en Artes Filosóficas y Teología, como demostraré durante este Debate, perteneció a aquella raza de grandes hombres con memoria algo olvidadiza.

 

 

CAPÍTULO 1.

Sobre la penitencia

 

-Cuando nuestro Señor y Maestro Jesucristo dijo: “Haced penitencia...”, ha querido que toda la vida de los creyentes fuera penitencia.

 

Esta afirmación -a pesar del halo de beatitud monacal y santonería ascética que la envuelve- niega la piedra angular de la Justicia sobre la que Dios trabó el Edificio maravilloso de nuestra Redención. Niega, nada más ni nada menos, la gratuidad de la remisión de todas las culpas, penas y delitos cometidos por el hombre antes del Bautismo. Me explico: Si donde hubo, hay, y sigue habiendo Gracia y Absolución, por la Fe queda anulada la condena que por sus delitos el hombre antiguo se merecía (hablando siempre de todos los delitos cometidos antes del Bautismo).

El nacimiento del hombre nuevo en la Fe implica la absolución de todas las faltas cometidas por el hombre antiguo; de manera que las penitencias debidas a las condenas a que se sujetan tales delitos delante de Dios son anuladas por el espíritu de Cristo, por cuya Gracia queda limpio el hombre nuevo de todos los pecados cometidos antes del Bautismo. Pero si el Bautismo no trajera remisión y olvido de todos los delitos cometidos por el hombre antes de nacer a la vida del espíritu por la Fe en Jesucristo, delitos por los que de imponérsele castigo con objeto de ganarse el Cielo debiera el hombre hacer penitencia toda la vida, en este caso Jesucristo sí quiso decir lo que el R. P. Lutero dijo, que aun habiendo vuelto a nacer el que nace debe pasarse la vida penando las culpas del que murió. Veamos cómo resolvemos este misterio.

Caso Adán. Por su delito Adán cumplió penitencia de por vida; fue condenado a morir, y murió. Por su culpa habiendo sido el mundo despojado de su Herencia: la gloria de los hijos de Dios, el mundo vivió en aquel estado de penitencia o cadena perpetua, o como quiera llamársela, efecto y consecuencia de vivir sin Dios. Cuando Jesucristo vino, y conquistó para la Plenitud de las Naciones la Gracia de la Fe, aquel Derecho del que fuimos despojados nos fue restituido. Ciertamente sin méritos por nuestra parte -en palabras de los santos-. El hecho es que con méritos o sin méritos la condena fue abolida, y gratuitamente, de manera que tras el Bautismo ningún hombre necesita vivir la gloria de la Libertad arrastrando por el camino la cadena y la bola que durante tantos milenios la Humanidad arrastrara por culpa de la Ignorancia de aquel Adán.

Caso Saulo de Tarso. Criminal, asesino de la peor especie, perseguidor de inocentes ante las leyes divinas, inquisidor implacable y mensajero de una solución final que planeaba llevar a la cámara de las lapidaciones a miles de hermanos de raza bajo la única acusación de ser cristianos. Por la Fe, Saulo fue absuelto de todos sus crímenes. Si la voluntad de Jesucristo fue que toda la vida del cristiano sea penitencia, la condena total por los delitos que aquel Saulo cometió contra los primeros cristianos ciertamente hacía merecedor a San Pablo de pasarse el resto de la vida haciendo penitencia a saco y ceniza. Y sin embargo, no fue así. El Bautismo ahogó al hombre viejo -en sus palabras- y trajo a luz un hombre nuevo, de manera que Pablo ya no era deudor de Saulo, sino de Jesucristo.

Supuesto el caso que Lutero tuviera razón y la voluntad de Jesucristo fuese que el cristiano viva en penitencia perpetua, San Pablo no fue deudor de Jesucristo, sino de Saulo, gracias a cuyos crímenes nació Pablo. Resultando ahora de aquí que la necesidad de pecar es más grande cuanto más grande se quiera la santidad.

“Peca, es decir, adultera, mata, roba, envidia, levanta falsa testimonio, odia a tus enemigos, corrompe, destruye…Y sin miedo porque todos nuestros pecados los lava la Sangre de Cristo” -palabra de Lutero... y amén.

Desde esta perspectiva de la relación deuda-deudor entre el hombre viejo y el hombre nuevo, esta declaración de crimen contra el Evangelio se entiende mejor. Porque si Pablo nació de sus crímenes y no de Cristo, en este caso igualmente quien quiere acercarse a Dios debe procurar ser un pecador, y según la distancia a la que quiera ponerse de Cristo procurar que sus crímenes sean mientras más grandes mejor.

Es obvio que este contexto psicológico, del que Lutero extrajo su conclusión sobre la relación entre la santidad y el pecado, haciendo a Pablo deudor de Saulo y no de Jesucristo, es una barbaridad.

Si ajustamos los presupuestos de la Redención a esta barbaridad el crimen es el camino a la Fe, de manera que sólo cometiendo un crimen, mientras más grande más garantía de atracción, se puede alcanzar la Gracia. Como si dijéramos que Saulo nunca se hubiera hecho merecedor de atraer la atención de Dios de no haberse convertido en su enemigo; por lo cual mientras más crímenes contra los hijos de Dios cometamos con más garantías atraeremos sobre nosotros la grandeza de la que Saulo hizo merecedor a Pablo.

Estas palabras de Lutero: “Peca, es decir, adultera, mata, roba, envidia, levanta falsa testimonio, odia a tus enemigos, corrompe, destruye…Y sin miedo porque todos nuestros pecados los lava la Sangre de Cristo” -y amén- dichas por el Diablo se comprenderían a la perfección, y lo ilógico sería que el Diablo dijera lo contrario.

En boca del Hombre Nuevo es perfecta locura y demencia. Pues habiendo muerto el Hombre Viejo bajo el peso de tales delitos la recaída del Hombre Nuevo, que ya se lavara de tales crímenes en la sangre preciosa de Cristo: ¿de los crímenes por los que el Hombre Viejo se merecía el Infierno bajo qué contexto podrá el Hijo de Dios volver a bajar y dejarse crucificar para redimir una vez más al que ya fue redimido?

Habla el Pablo que enterró a Saulo y no volvió a resucitarlo, (que es lo contrario que hace quien sigue el consejo de Lutero):

“¿Qué diremos, pues? ¿Permaneceremos en el pecado para que abunde la Gracia? De ningún modo. Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo vivir todavía en él? ¿O ignoráis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados para participar en su muerte?... Pues sabemos que nuestro hombre viejo ha sido crucificado para que fuera destruido el cuerpo del pecado y ya no sirvamos al pecado. En efecto, el que muere queda absuelto de su pecado...”. (Romanos-El cristiano, unido a Cristo por el bautismo).

Y otra vez:

“Que no reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, obedeciendo a sus concupiscencias; ni deis vuestros miembros como armas de iniquidad al pecado, sino ofreceos más bien a Dios como quienes, muertos, han vuelto a la vida, y dad vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia…. ¿Pecaremos porque no estamos bajo la Ley, sino bajo la Gracia? De ningún modo… Pues la soldada del pecado es la muerte; pero el don de Dios es la vida eterna en nuestro Señor Jesucristo”. (Romanos-El servicio del pecado y el de Dios).

¿Hace falta el Amén?

Pero si lo que Jesucristo quiso e hizo fue abrirnos la Puerta de la Libertad para que anduviésemos errantes por el mundo como fantasmas condenados a mostrar la miseria de su condición a todo el universo, entonces el R. P. Martín Lutero tuvo razón al decir que el Bautismo no absuelve al hombre de la penitencia de la que sus delitos, cometidos antes del Bautismo, lo hicieran merecedor.

Ahora bien, si Dios derrama gratuitamente su Gracia sobre el que cree en su Hijo, y lo libera por el Bautismo de las consecuencias de sus errores y delitos, por los que estuvo cada vez más lejos del Cielo -cosa que está ampliamente probada y demostrada por las Sagradas Escrituras-; y si por amor a su Hijo la condena que se merece el hombre sin Fe, que lo acerca un paso más al Infierno, de pronto y gratuitamente Dios la transfigura en la alegría del que es absuelto de todos sus crímenes -Credo que ha defendido la Iglesia Católica desde sus mismos orígenes-; y si por amor al Hombre quiso Dios derrumbar los muros de la prisión en la que el Imperio de la Muerte mantenía a nuestro mundo -asunto sobre el cual los Apóstoles se explayaron en privado y especialmente San Pablo en público-; y porque quería y podía su Hijo nos abrió la Puerta de la Libertad para que volviéramos a nacer y abriéramos los ojos a la luz del sol de la Verdad -doctrina que los Evangelios reivindican hasta la saciedad-; si esto es lo que hizo Jesucristo, entonces ¿qué es eso de que después del Bautismo el cristiano tiene que vivir como quien vive condenado a penitencia perpetua?

¿Habiendo sido absuelto de su delito por el Bautismo porqué tendría el cristiano que pasarse la vida penando una culpa de la que fuera gratuitamente liberado?

Es más, libre, por fin, de aquella cadena y bola que heredamos por culpa de Adán, ¿en razón de qué tipo de teología el cristiano debe conservar puesto el traje del esclavo del pecado en lugar de vestirse el traje de la alegría por la Libertad concedida? ¿Quiso decir el R. P. Martín Lutero que el cristiano -liberado del poder de la Muerte- debe vivir como quien está condenado a cadena perpetua y arrastra su culpa de por vida, aun habiendo sido declarado libre?

Puede que el R. P. Martín Lutero quisiera decir eso, puede que no. Personalmente creo que cada criatura está en su derecho de glorificar a su Salvador según su corazón y a nadie debe imponérsele cómo debe llorar ni cuántas lágrimas de alegría bastan. De hecho, la Historia del Cristianismo está llena de respuestas sui géneris, a cual más diferente, algunas incluso graciosas, como la de aquél santo ermitaño que se pasó diez o no sé cuántos años viviendo en lo alto de la columna de un templo en ruinas, perdido en el desierto.

La cuestión no gira sobre la variedad de respuestas que los cristianos, en agradecimiento a su Salvador, se inventan. ¿O acaso aquél buen hombre fue más y mejor cristiano que aquel otro que glorificó a su Salvador entregándose a las autoridades romanas y sufrió martirio?

 La tortilla a la que le estoy dando la vuelta no tiene que ver tanto con la variedad de formas de vivir la Fe, cuanto con el origen de la autoridad de aquéllos grandes hombres que, por virtud infusa de sus títulos académicos, sí se creyeron capacitados para despojar a todos los demás de ese derecho a la Libertad para vivir la Fe según el corazón de cada cual. ¡Por Dios santo! ¿quién se creía Lutero que era para imponer su respuesta personal, su forma de darle las gracias al mismo Salvador de todos, a todos los demás cristianos? Esta es la primera cuestión.

La segunda es esta: ¿De verdad fue eso lo que Jesucristo dijo cuando lo dejó todo y se fue al mundo a anunciar su Buena Nueva, que el cristiano no debe alegrarse ni regocijarse por ser contado como Familia de Dios, sino que debe vagar por el mundo con el traje de los condenados a cadena perpetua?

Y aquí va la tercera: ¿Quién se creía el R. P. Martín Lutero que era él para saber lo que Jesucristo quiso decir o quiso dejar de decir? ¿Es que acaso chateaba con Jesucristo y Jesucristo le respondía por la ventanita privada? ¿En mil quinientos años todo el mundo fue tonto de nacimiento hasta que nació él, el intérprete del Espíritu Santo, su confidente, su amigo íntimo?

Agustín de Hipona, Ambrosio de Milán, Anselmo de Canterbury, Antonio de Padua, Atanasio de Alejandría, Basilio Magno, Beda el Venerable, Bernardo de Claraval, Buenaventura, Catalina de Siena, Cirilo de Alejandría, Cirilo de Jerusalén, Efrén de Siria, Francisco de Sales, Gregorio Nacianceno, Hilario de Poitiers, Jerónimo, Juan Crisóstomo, Juan Damasceno, Juan de la Cruz, Francisco de Asís, Lorenzo de Brindisi, León el Grande, Pedro Damián, Tomás de Aquino, Pablo de Tarso... ¿toda esta constelación de estrellas del firmamento cristiano, luces divinas brillando en las tinieblas de los siglos para alegría de la creación entera, interpretaron anticristianamente el Anuncio de Jesucristo?

Vamos a ver si a la luz de “la razón clara” cerramos el debate sobre esta primera tesis. Dios viene y nos libera de la penitenciaría en la que fuimos arrojados, ¿y todo lo que se nos ocurre es vivir la Libertad como quien sigue siendo esclavo de la Muerte? Si la pena que nuestro mundo sufrió por la Caída de Adán fue el desconocimiento de Dios, desde el momento que se viviera la libertad cristiana como quien vive todavía en la penitenciaría de la que se fue rescatado: lo que se haría sería elegir vivir libre pero permaneciendo en aquella ignorancia, origen de todos los delitos por los que tuvo que morir Cristo. ¿O no fue la condena que el pecado de Adán firmó sobre nuestras espaldas vivir sin Dios?

¿Hay pena mayor que esta con la que un hijo de Dios, nacido para vivir la vida eterna en el Reino de su Padre, pueda ser atormentado?

Y sin embargo esa pena fue la que se le impuso a nuestro Hombre Viejo. Así que habiendo sido liberados y congraciados con nuestro Creador ¿debemos vivir como quien no le conoce ni tiene Dios?

¡¿Esto es lo que quiso decir Jesucristo?!

¿Y lo que quiso decir Jesucristo, ya que Lutero sabía tan bien lo que quiso decir el Hijo de Dios, fue lo que él, Lutero, dijo?:

“Peca, es decir, adultera, mata, roba, envidia, levanta falsa testimonio, odia a tus enemigos, corrompe, destruye…Y sin miedo porque todos nuestros pecados los lava la Sangre de Cristo”. Amén. Amén.

 

 

CAPÍTULO 2.

Sobre la penitencia luterana

 

-Este término (haced penitencia) no puede entenderse en el sentido de la penitencia sacramental (es decir, de aquella relacionada con la confesión y satisfacción) que se celebra por el ministerio de los sacerdotes.

 

Todos sabemos lo que está escrito. Sin los hebreos no tendríamos el Antiguo Testamento. Y sin los cristianos no tendríamos el Nuevo. Pero gracias a Dios hoy todos sabemos leer y podemos leer la Biblia por nosotros mismos. Así que aquella Era cuando invocando al Espíritu Santo los iluminados de turno golpeaban con el látigo de sus títulos a diestro y siniestro, esos días se han acabado. A nadie excepto al Hombre que compró el nacimiento de este Día al precio de su propia vida le debemos la gloria de nuestra Libertad de hijos de Dios. El fin de la tutela que advenedizos metidos a tutores de la Humanidad tuvieron nuestro futuro en jaque, ha acabado.

Ya no necesitamos a nadie. Lo sabemos por nosotros mismos: la Verdad es Una, indivisible, intransferible, espejo de la Realidad del Universo, imagen de la Omnisciencia del espíritu divino. Y sabemos que esta Verdad fue aborrecida por una parte de aquellos hijos de Dios que en su locura quisieron transformar la Creación en un imperio gobernado por un Olimpo de dioses, todos ellos más allá de la ley, todos ellos inmunes al brazo de la justicia, todos ellos libres de toda responsabilidad por sus actos. Sabemos que el Creador del Cosmos en persona se alzó para dar su última palabra al respecto. Y su última palabra fue un NO.

Atrapado en el conflicto entre Dios y sus hijos rebeldes, en la persona de Adán el Género Humano fue condenado a sufrir en sus carnes las consecuencias de un mundo sometido a semejante imperio. Abandonada a sus fuerzas naturales, a merced de un enemigo que respiraba odio y muerte contra la Humanidad, ésta vivió sin esperanza de Victoria los milenios que separaron a Adán de Cristo Jesús.

Pero Esperanza sí que había. Había sido prometida bajo juramento a Abraham, y luego volvió a ser ratificada mediante visiones proféticas.

Cuando por fin llegó Cristo Jesús y se enfrentó al Enemigo del Cielo y de la Tierra el número de los delitos contra su Creador cometidos por la Humanidad no tenía fin. Por lo tanto, para los que siendo depositarios de la Promesa habían perdido la esperanza en la Victoria era el arrepentimiento. Para todos los demás era la alegría del que de pronto se encuentra con el Cielo abierto y todo lo que se le pide para entrar es declarar a boca abierta esta Verdad: Dios es Padre y su Hijo Primogénito es Unigénito.

Así estaban las cosas, más o menos, cuando llegó Lutero y afirmó que en lugar de la alegría por la Gracia de la Fe, lo que al cristiano le corresponde es pasarse la vida en penitencia perpetua.

 En lugar de gritar Victoria y salir corriendo a disfrutar y contagiar a todo el mundo de la alegría por la Libertad, Lutero aconseja vestirse de saco y ceniza, bajar la cabeza y pasarse la vida entera en tristeza perpetua por los delitos cometidos antes de venir Jesucristo al mundo.

Negando así negó que el Perdón fue concedido gratuitamente.

Pero la penitencia de la que habla Lutero no es la penitencia según la entienden los sacerdotes y los jueces. No. Al parecer hay otro tipo de penitencia. Sobre la cual, no el maestro, sino un discípulo suyo, no con palabras, sino con obras, nos va a iluminar enseguida.

Corría el 1521-22. Ningún católico de a pie había alzado todavía una mano contra protestante alguno, excepto aquéllos famosos obispos romanos, siempre encantados de encontrar alguien contra el que esgrimir la espada del espíritu, un medio como otro cualquiera de recordarle al resto del mundo quién tenía el verdadero Poder.

Karlstadt, hombre bravo nacido en un tiempo de hombres bravos, se burlaba de la realidad del Poder papista. Y siendo uno de esos hombres a los que les cansan la multitud de palabras y el cuerpo les pide acción, cansado de tanto cruce de palabras entre su maestro Lutero y los enemigos papistas, Karlstadt decidió implantar por cuenta propia el nuevo estado de cosas. Hombre de fuerza más que de Razón, aprovechando que la semilla luterana había encontrado tierra fértil en Wittenberg se hizo con la masa, la lideró y decretó la expropiación in situ de monasterios, conventos e iglesias. Ya que los enemigos de la verdadera religión no se desterraban voluntaria y libremente de Alemania, el despojo a la fuerza de sus propiedades y riquezas, tanto de las de los judíos como las de los de católicos, según Karlstadt, era el único medio santo que tales discípulos e hijos del Infierno les dejaban a ellos.

Astuto como un zorro Karlstad se inventó el siguiente argumento: No debían creerse ellos que al despojar a los enemigos de la verdadera religión de sus propiedades cometían delito alguno. Al contrario, al obligarles los católicos a ellos a ayudarles a irse al infierno los enemigos de la religión verdadera le sumaban a un crimen malo otro peor. Primero habían pervertido la religión de Cristo y ahora con su negación a irse al Infierno los obligaban a ellos a igualarse a los criminales y delincuentes, siendo como eran el verdadero pueblo santo del Señor. Amén. Amén.

La masa, fascinada por el pico de oro de su paisano, respondió a una: Aleluya. Aleluya. Y, obedeciendo a su líder con la fidelidad robótica de una bestia a sus instintos naturales básicos, de la noche a la mañana monasterios, conventos e iglesias fueron asaltados y despojados de todos los dineros, muebles, vajillas de plata, sábanas de seda. En fin, privados de todo lujo y lucro. ¿De qué uso les iba a servir en el Infierno tenedores y cuchillos, mantas y pieles a quienes de todos modos se iban a pasar la eternidad castañeando dientes? -se dijeron riendo.

Hombre muy astuto Karlstadt, con la excusa del socorro a los pobres, puso todos los dineros en una caja fuerte común y se quedó él con la llave. Llegada la noche Karlstadt se fue a la cama. Cual Jesucristo despidiendo a las muchedumbres después de la multiplicación de los panes y los peces, Karlstadt les dio a todos las buenas noches, y su rebaño de fieles se fue también a la cama.

Esa noche, mientras dormía, Karlstadt tuvo un sueño profético. El espíritu divino que habitaba entre su pecho y espalda le mostró una escritura en la pared, que decía: “Al reino de los listos, bienvenidos todos los tontos”.

Excitado por la revelación Karlstad se levantó riendo. Desayunó, abrió la puerta y se fue al encuentro de la congregación de los nuevos santos. Reunió a todos sus fieles, abrió la boca y les reveló el invento.

En efecto, había encontrado el método infalible para acabar con la pobreza. La congregación abrió la boca. Karlstadt les juró que la visión era verdadera, y su ejecución era para pronto. Mejor aún, para ya. Así que desde ese momento y para siempre quedaba abolida la mendicidad y la pobreza. En adelante quedaba prohibido ser pobre y mendigo; a cualquiera que se le hallare pidiendo limosna, por su ofensa contra la comunidad negando con su existencia que practicara la fraternidad cristiana, a todos los pobres y mendigos que desafiaran a la comunidad se les condenaba a la cárcel. Y ya está, ya estaba hecho el Cielo en la Tierra.

Hombre, al principio sus fans se quedaron un poco espantados. El divino Karlstadt les explicó entonces el teorema de su reino. Para que haya pobreza debe haber pobres, ¿verdad? ¿Pero si no los vierais diríais que hay pobres? No. Porque la ley de la verdad quiere que se vea con los ojos aquello que se declara con la boca. Luego si nadie ve pobres ni mendigos en las calles, lo que los ojos no pueden corroborar con imágenes la boca no puede demostrarlo con palabras. Por consiguiente: “de aquí se deduce y se infiere la necesidad santa de declarar proscritos a los pobres y que prohibir la mendacidad es razón de orden divino”.

Otra vez los fieles de Karlstadt se quedaron con la boca abierta. Karlstadt hablaba palabras de sabiduría infusa.

Y, maravillados por la infinita ciencia que el Dios Oculto había derramado en los hijos de la Nueva Alemania, la masa luterana se fue a predicarles a los mendigos la Buena Nueva: “Por obra y gracia del espíritu santo del profeta Karlstad ya no sois pobres”.

Aquellos pobres desgraciados se miraron alucinados preguntándose qué eran entonces, ¿actores sin papeles en el teatro de la vida?

Al reino de los tontos sean bienvenidos los listos; invirtiendo el sueño se dijo Karlstadt. “No habiendo pobres no se tiene necesidad de emplear el dinero confiscado en socorrer las necesidades de unos mendigos que por decreto ya no existen”. Una forma muy sutil, por luterana, de instaurar el reino de los cielos en la tierra.

El caso es que más astuto que el diablo, no fuera que un espabilado se parara a darle vueltas al argumento de su jefe, para despistar la atención de sus feligreses Karlstadt encendió en sus ignorantes cerebros el fuego de la pasión iconoclasta, y allá que se los llevó a construir el reino del amor al prójimo sobre las cenizas de las iglesias papistas y sus estatuillas de santos y vírgenes.

La Gran Historia había demostrado ya, que, aunque dormida, la pasión contra la idolatría que el primer cristianismo viviera podía ser despertada y dirigida contra el propio cristianismo. El primer hombre en despertar a la Bella Durmiente fue el príncipe León III, emperador de Bizancio, con un beso en el 726, y -pues que al parecer no acabó de despertarse- de un decretazo en el 730.

Despertada la Bella Durmiente de aquella manera por orden de su Príncipe Imperial la destrucción de imágenes de vírgenes, santos, patriarcas, beatos, emperatrices y demás pinturas y esculturas típicas de la iconografía bizantina dio paso a las matanzas criminales típicas de cualquier régimen de terror.

Seguida de las hordas iconoclastas bizantinas aquella Bella Durmiente impuso en iglesias y monasterios su régimen de escuela estalinista.

Bajo la mirada de acero de León III la destrucción de las imágenes y estatuas, aprovechando el éxtasis contagioso natural a una banda de saqueo y pillaje, degeneró en estrangulamiento de frailes y curas, violación de monjas, asesinato de fieles y robo a placer de los tesoros de las iglesias y conventos ortodoxos.

Esto pasó en el siglo VIII d.C. Desde la coronación del Príncipe de aquella Bella Durmiente y la Declaración Pública de estas Tesis habían pasado, curiosamente, ocho siglos. Era para que de sus memoirs la Civilización hubiese aprendido algo.

Evidentemente cuando digo que aquella masa era ignorante no lo digo en vano. Una sabiduría que se dice bajada del Cielo y desconoce la Historia de la Tierra es tan sabia como sabio fue el Karlstadt de este cuento.

Rey de aquel reino de listos que se apuntaron a seguir al flautista de Wittenberg a la cama de cristal donde dormía la Bella Durmiente, Karlstadt encendió sus mejillas con un beso. La Bestia que llevaba dentro aquella Bella abrió los ojos. Maravillados los de Wittenberg aullaron su regreso al mundo de los vivos.

El resto del cuento de hadas interpretado por Karlstadt y sus hordas de ratones iconoclastas se puede imaginar. Quema de iglesias, violaciones de monjas, curas papistas enviados al Infierno, fieles apaleados, algún que otro judío a la hoguera.

Lo normal. Tampoco hay que hacer una tragedia de cuatro crímenes y medio. Además que los santos, como los fuertes ayudan a los débiles a morirse, cumplen con su deber de ayudar a los pecadores a alcanzar el Infierno, y nadie debe ver un crimen donde sólo se hace ejercicio de la Caridad Cristiana más pura. Recordemos sus propiedades:

“La caridad es longánime -es decir, generosa-, es benigna -o sea, bondadosa; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo espera, todo lo tolera”.

En fin, palabras de un santo. Y los santos como los genios, ya se sabe, no están del todo bien de la cabeza; se les da la razón como a esos tontos a los que se quiere; pero ya está, tampoco va uno a hacerles caso hasta el extremo de igualarse en la locura ya que no se puede en la sabiduría. De esto Karlstad entendía más que Pablo y Salomón juntos; era discípulo del Reverendo Padre Martín Lutero.

El cuento del príncipe Karlstadt y su horda de ratones iconoclastas acaba diciendo que el Maestro vino a Wittenberg, abrió su boca y con el poder de su palabra durmió de nuevo a la Bella Durmiente. Pero lo que no cuenta es si con su palabra resucitó a los muertos, sanó a los enfermos, restituyó lo robado o les devolvió la libertad a los mendigos. Pero claro, si los vencedores son los que escriben la Historia, y los luteranos fueron los vencedores, no se puede esperar que ellos mismos tiraran piedras contra su tejado contando toda la verdad sobre los crímenes cometidos por las hordas iconoclastas protestantes durante la Reforma.

Lo natural y lógico era lo que hicieron, hacer la vista gorda y minimizar aquel régimen de terror que la Bestia con Cara de Bella Durmiente impuso contra católicos, anabaptistas, campesinos y judíos en todo el territorio reformado. Atrapados sin embargo en el dilema que un día le estrujó con su puño de hierro al historiador de los judíos las agallas, obligándole contra su voluntad a incluir la palabra Cristo en su Historia, los alemanes de Lutero tuvieron que citar el triste episodio de Karlstadt, y admitir que aquel episodio fue la declaración oficial de aquella guerra en el origen de las terribles matanzas que llenaron las páginas de la Historia de la Reforma y la Contrarreforma.

El R. P. Martín Lutero se absolvería hasta el final de su vida de todos los crímenes cometidos en nombre de su doctrina, y se moriría diciendo: “Mientras no sea refutado por la Sagrada Escritura o por la clara razón, no puedo ni quiero retractarme de nada, pues obrar en contra de la propia conciencia es malo y peligroso. Amén”.

Amén, amén.

En relación a esta tesis segunda, la cosa es que, no habiendo Jesús pronunciado jamás Orden de Penitencia Perpetua, que esa penitencia de la primera tesis se refiera a la conferida por los sacerdotes o a las que a sí mismos se confieran los luteranos tiene que ver muy poco con el Jesús de los Evangelios y sí mucho con el Jesús del Apocalipsis.

La penitencia, en efecto, caso de la Parábola de la Oveja Descarriada, le conviene al cristiano que, como Lutero, se perdió en los meandros de su grandeza. Para los demás, para los que no han gozado las mieles del Bautismo es el arrepentimiento, porque se acerca el Reino de los cielos, el Reino de la Alegría.

Así pues, contra Jesús afirmaba Lutero que Cristo quiso decir lo que jamás dijo.

Interpretar la voluntad de Dios es un ejercicio peligroso. Y si encima se interpreta su voluntad sobre algo que Él nunca dijo el peligro se convierte en hazaña. Y las hazañas sólo les convienen a los héroes. Como, por ejemplo, al Satán que retó a Dios a que cumpliera su palabra de aplastarle la Cabeza.

   

 

CAPÍTULO 3.

Sobre las mortificaciones de la carne

 

-Sin embargo, el vocablo (haced penitencia) no apunta solamente a una penitencia interior; antes bien, una penitencia interna es nula si no obra exteriormente diversas mortificaciones de la carne.

 

Cómo una nación que en su día llegó a mirar al resto del mundo como quien mira a criaturas inferiores pudo caer en la trampa de un fraile arrepentido que juró que la Gracia es gratuita y la Fe sola salva, pero que entretanto la penitencia es de por vida y, a ser posible, acompañada de algún que otro garrotazo voluntariamente administrado, éste sí que es un misterio.

En primer lugar el R. P. Martín Lutero se niega a aceptar gratuitamente el Perdón que viene de la Redención y se manifiesta en el Bautismo. Aunque Lutero admira esa Misericordia que concede la Absolución sin pedir nada a cambio y se siente anonadado por tan inmensa Gracia, no puede aceptar gratuitamente el Bautismo, y se somete voluntariamente a un régimen de penitencia interior perpetua.

 Agradece, pero no acepta.

Comprende, pero no quiere recibir tantísimo sin dar algo a cambio.

Así que liberado de la cárcel en la que todos estábamos condenados, en agradecimiento el R. P. Martín Lutero se compromete a llevar el traje de penitenciario durante el resto de sus vidas, ad maiorem Dei gloriam, por supuesto.

Todavía hay más. De vez en cuando, puesto que vivir en penitencia interior no le parecía una forma suficiente de agradecer lo que nunca esperó obtener, para que todo el mundo viera lo santo que era, de vez en cuando iba a coger el garrote y se iba a administrar voluntariamente una paliza.

El Mundo Moderno acababa de nacer. Las supersticiones y las costumbres de las edades medievales pedían permiso para retirarse y dejar paso a una nueva Edad. Infinitas cosas pedían permiso para retirarse. Entre ellas aquella costumbre medieval de administrarse palizas como medio de purificación santificante de la carne.

Con la Edad Moderna esa tara psicológica sería desterrada de la conciencia cristiana. O era de esperar. Pero he aquí que de pronto las tinieblas se hacen hombre y piden permiso para convivir con la luz del día.

 Lutero no sólo no acepta la gratuidad de la Gracia, sino que además de imponerse el deber de pagar el Perdón con una vida en penitencia perpetua, Lutero iba a salvar del destierro -al que la Edad Moderna quería expulsarla- aquella vieja costumbre de pegarse palos en la espalda y llevar faja de esparto debajo de los pantalones.

Y sin embargo Lutero seguiría diciendo que la Fe sola salva.

¿Hipocresía, majadería de ese loco que -se dice- siempre acompaña al genio?

¿El mundo entero admirando la aurora de una nueva Edad y Alemania negándose a dejar atrás las llamadas Edades Oscuras?

¿No es esto refutar por “la clara razón” la demencia que es imposible refutar por la Sagrada Escritura?

Vale que uno por sí mismo decida querer retribuir a Dios por su Gracia viviendo en estado perpetuo de tristeza interior, como quien está atormentado por lo malo que fuera y es incapaz de perdonarse a sí mismo.

Vale, se concede esta debilidad.

Vale todavía que incapaz de perdonarse a sí mismo uno se pase la vida dándose cabezazos contra la pared. Allá cada cual.

Pero querer imponerle al resto del mundo esa incapacidad, y encima ir por la vida predicando la auto-mortificación, yo creo que una doctrina así no tiene por donde ser tomada en serio entre hombres de salud mental sana y fuerte.

Es lo que en las tesis hasta ahora analizadas le pidió el R. P. Martín Lutero a la nación alemana, que: Pues que la sabiduría de los hombres es locura a los ojos de Dios y la locura de Dios sabiduría a los ojos de los hombres, y viceversa, ¿por qué no cambiar la salud por locura sabiendo que la locura a los ojos de los hombres es sabiduría a los ojos de Dios?

Había que ser mucho maestro en artes retóricas para rescatar de edades oscuras en pleno estado de agonía actitudes psicológicas que en la Edad Moderna no podrían subsistir sino en su forma patológica.

La fe sola salva, pero el creyente debe acompañarla, en agradecimiento por la Gracia, de una cara interior de perros sin dueño, como la cara del que vive en duelo perpetuo, penitencia a acompañar de alguna de las clases de mortificaciones de la carne en la que los hijos de las edades oscuras fueron expertos.

¿Y esto es lo que quiso decir Jesucristo cuando dijera: “Arrepentíos porque se acerca el Reino de los cielos”?

¿Pero el reino de los cielos no es alegría y salud y felicidad. y libertad y amor a la vida y amor al prójimo. y amor al Sol y amor a la Luna y amor a todas las cosas de la creación, y alegría que se desborda por los dientes e inunda las orejas de todos con risas que no mienten y canciones que no paran y promesas que no se rompen y abrazos de despedida y besos de vuelta, y compartir el pan y la manta y las tristezas lo mismo que las alegrías?

¿Ya el reino de los cielos dejó de ser todo esto y más?

¿Desde cuándo el reino de los cielos dejó de ser inteligencia abierta al conocimiento de lo desconocido, entendimiento despierto siempre atento a los cambios de los tiempos y dispuesto a seguir el curso del viento que viene del Espíritu, sabiduría en crecimiento que se apoya en todos para juntos alcanzarlo todo?

¿Por orden y decreto del R. P. Martín Lutero y su consejo de santos sabios debemos olvidarnos de la alegría de ser más que inmortales, porque se nos ha concedido la vida eterna a imagen y semejanza de la divina, y donde debiéramos estar pegando botes de alegría se nos debe hallar con la tristeza del penitente?

¿Y con el látigo de la locura de las edades oscuras golpeándonos fuertes las espaldas, los muslos, los brazos, allá donde el pecado habita, ese hijo de la Muerte?

¿Entonces la Fe no nos liberó del pecado? ¿Somos hijos de Dios sólo de palabra? ¿Todo fue una mentirijilla?

¿Seguimos siendo sólo eso, monos desnudos que tienen la capacidad de imitar a los dioses?

¿Luego tenían razón los ángeles rebeldes al despreciar al Hombre en razón de sus orígenes?

Fuimos golpeados en nuestra Infancia y pasamos la Adolescencia en lucha perpetua por la supervivencia. Nuestro futuro era la destrucción. Sólo había Uno que podía abrirnos una puerta en el muro. Y lo hizo.

Nos abrió la Puerta de la vida eterna sin pedirnos nada a cambio. Sólo eso, ser libres. ¿Y quiere un Lutero, que fue incapaz de vivir a pleno pulmón la libertad de los hijos de Dios, que todo el mundo la viva a su manera patológica, andando por la vida en penitencia interior perpetua y con el látigo de las mortificaciones al cinto dispuesto a golpear espaldas, cuando no la propia al menos la ajena?

Ahí va el nuevo Jesucristo, el nuevo jefe de los ejércitos del Señor. En ausencia de su Capitán Divino el pueblo alemán se ha dado por campeón un héroe de la Penitencia Perpetua ad maiorem Dei gloriam. No va por ahí diciendo: Alegraos, porque sois ciudadanos del reino de los cielos. No. Va predicando saco y ceniza. En la mano lleva un látigo. Dice que es para expulsar a los vendedores de indulgencias. Temblad, pecadores. Dios os dio la Fe gratuitamente, pero su Vicario alemán os va a cobrar la deuda con sangre. Preparaos a devolver sangre por sangre, lágrima por lágrima. Dios os dio la libertad sin mérito alguno de vuestra parte; es hora que empecéis a darle las gracias. La Fe sola salva, pero no es suficiente, así que coged el látigo y golpearos la espalda hasta que os sangre el alma. No la sangre de Cristo, sino la vuestra os ganará el Cielo. Amén. Amén.

Así habló el R. P. Martín Lutero, y abriendo su boca, dijo:

 

 

 

CAPÍTULO 4.

El odio al propio yo

 

-En consecuencia, subsiste la pena mientras perdura el odio al propio yo (es decir, la verdadera penitencia interior), lo que significa que ella continúa hasta la entrada en el reino de los cielos.

 

Vanidad de vanidades y todo es vanidad- dijo el sabio. Una vida entera estudiando Filosofías y Teologías sólo y únicamente para poder vanagloriarse delante de todos y decir con la cabeza muy alta: Yo soy Maestro en Artes y en Sagrada Escritura, así que oídme: Jesucristo vino a predicar el Amor al prójimo, amigo o enemigo; yo, Lutero, vengo a predicar el odio al propio Yo, a tu Yo propio, al suyo, al de ellos...

Uno, que es un pobre ignorante sin títulos de ninguna clase, y todo lo que tiene para guiñarse el ojo al espejo es su cara dura, pregunta:

Señor sabio maestro en retórica, metafísica, dialéctica y teología, ilumíneme por favor y dígame en qué pasaje del Nuevo Testamento puedo leer yo que Jesucristo dijera: Odiaos a vosotros mismos. O simplemente puso en su boca la palabra Odio.

Así que ¿se puede refutar por “la razón clara” lo que ni con la Sagrada Escritura ni con la ciencia ni con la cordura tiene por dónde cogerse? Pero bueno, ya que he respondido al reto no voy a echarme atrás ante la falta de pies y cabeza de estas primeras tesis. Intentaré encontrarles algo decente.

Si -hilando pensamientos- la verdadera penitencia interior es el odio a uno mismo y esta penitencia es a perpetuidad y por tanto el odio hacia el Yo propio es de por vida, pregunto, ¿cuándo me quedará tiempo para amarme a mí mismo y amar a los demás como me amo a mí mismo?

¿Y cuánto tiempo me quedará para disfrutar del reino de los cielos en vida si me paso toda la vida esperando a que la muerte me llegue para entrar por fin en él?

Está bien que la esperanza no se vea, porque entonces no sería esperanza. Esto lo dijo San Pablo. Y el hombre tenía toda la razón del mundo. Si ves lo que esperas es que ya lo tienes, y si lo tienes es de tontos no coger lo que ya es tuyo simplemente porque te gustó ese estado de expectación constante; como el que ha estado esperando el tren y se lo ha pasado tan bien en la sala de espera que cuando viene ni lo coge. Aunque romántico es de locos.

Y sin embargo la esperanza existe. Y existiendo es como la Promesa que se saborea y en su Cumplimiento se alegran los huesos, las neuronas, los músculos y hasta los dientes se ríen sin que los puedas controlar. Claro, que si Dios no es capaz de cumplir lo que promete, en este caso sí sería conveniente pasarse la vida en penitencia perpetua, amargado y desesperado, odiándose a uno mismo por no poder extirparse del cuerpo esa esperanza.

¿Puede o no puede Dios cumplir sus promesas? Yo ya no me acuerdo. Será que me estoy haciendo viejo.

Así que si hay alguno por ahí que pueda enseñarme el sentido del odio al Yo como puerta hacia la salvación, por favor, que lo haga. A las puertas de la tercera edad aún no he logrado penetrar en el misterio de esa sabiduría protestante que afirma que hay que odiarse a sí mismo para ganarse el Cielo.

Y es que me temo que al no haberme podido odiar nunca con esa intensidad, ni con media, ni con una parte cualquiera, me temo que se me vaya el alma al Infierno.

En nombre de la Caridad lo ruego: ¿Me puede explicar alguien cómo puedo odiarme y amarme al mismo tiempo?

Ojalá que mi grito llegue al Cielo y alguien aquí abajo tenga Caridad de mi ignorancia, y acercándose a mi alma la toque con la vara de su sabiduría, en plan Moisés tocando la piedra, para que de la piedra de mi corazón mane el agua viva de la verdadera ciencia, ésa que enseña a odiarse a uno mismo hasta la muerte y amar a Dios toda la vida.

Mi miedo a no poder comprenderlo azota mi espíritu con terrores horribles al Infierno, ya que si estoy condenado a odiarme a mí mismo a perpetuidad, pues que aquí está la verdadera penitencia interior, ¿cuándo amaré a Dios con todo mi corazón si mi corazón está preocupado exclusivamente en mantener vivo el odio a mí mismo?

¿Y si por odiarme a mí mismo tanto tiempo no encuentro tiempo para amar a mi Dios con todo mi corazón y con todo mi alma cuando llegue al Cielo cómo voy a decirle: Padre, te quiero?

¿Dios es tonto y no sabe diferenciar entre una verdad y una mentira?

Lo único que necesito encontrar es la respuesta a esta pregunta: ¿Puedo odiar a mi propio Yo y a la vez amarme a Mí mismo? El día que la encuentre seré feliz por la eternidad de las eternidades infinitas.

Ya sé que el R. P. Martín Lutero está a la espera del Juicio y tiene el pobrecito una pierna en el Infierno más que la otra en el Cielo. Me imagino que entre sus herederos, más sabio que el maestro pues que la evolución no perdona a nadie, alguno habrá que sea capaz de sacarme de mi asombro.

¿Cómo puedo odiar a mi Yo propio y sin embargo amarme a Mí mismo?

¿El Sí Mismo y el Yo Propio son la misma cosa o son dos cosas diferentes? Mi dilema debe venir de mi inexperiencia con la esquizofrenia.

Por ejemplo, con la faringitis.

Sé al instante cuando me viene. La primera vez me llevé un susto terrible. El farmacéutico se rió viéndome la cara. Todavía lo recuerdo riéndose de mi cara de pardillo. La segunda vez me lo tomé con más calma. La tercera no me hizo falta ni receta. Ahora cuando viene no le doy respiro, tabletas al canto y la mato antes de atrapar la fiebre. La experiencia manda.

Síntomas esquizofrénicos, por contra, no he sufrido nunca. Por esto me pregunto si el amor a uno mismo que nos pide el Evangelio, condición sine qua non para amar al prójimo, y el odio al Yo propio que pide el R. P. Martín Lutero pueden vivirse por una misma persona sin caer el individuo en un estado alucinatorio esquizoide de alguna consideración y gravedad específicas, de naturaleza seudomística o de cualquier otra neuropatología.

En fin, ¿cómo conjugar esta doctrina del odio hacia el Yo en cuanto verdadera identidad del cristiano de verdad, el auténtico, el superior, con el Amor hacia el Mí mismo que me pide Jesucristo y según la intensidad del amor con el que me amo a mí mismo amar a mi prójimo, a mis amigos, a mis enemigos, a mis hermanos y al resto de la creación entera?

Por más que lo pienso sigo sin comprender la infinita sabiduría del dilema luterano: Odiarme y amarme a mí mismo al mismo tiempo. ¿Es que el Yo y el Sí mismo son dos cosas diferentes? ¿Una cosa es “mi Yo” y otra cosa es “el Mí mismo”? Puede que me repita, pero es que no logro cogerle el truco.

Vamos a ver, ya que estoy dando la cara ahora no voy a abandonar por mi incapacidad para comprender el tema.

Si Jesucristo me pide amar a los demás como me amo a mí mismo, pero Lutero me dice que debo odiarme a mí mismo, ¿no está Lutero prohibiéndome que ame a mi prójimo mediante el artificio retórico de odiarme a mí mismo como condición de santidad a los ojos de Dios?

¿O puedo amar a mi prójimo tanto como me odio a mí mismo?

¿O siquiera odiarlo como me odio a mí mismo?

¿O amar a mi prójimo y odiarme a mí mismo?

Nada, por más que lo intento no salgo de mi perplejidad. Cuando Jesucristo dijo: Haced penitencia ¿quiso decir que nos odiásemos a nosotros mismos, y toda nuestra vida fuese un odio perenne al Yo propio?

Si me odio a mí mismo y en consecuencia odio a mi Yo ¿a cuenta de qué me va a importar a mí la salvación de ese Yo que odio y es la causa de mi imposibilidad de amarme a mí mismo?

Y asumiendo que Jesucristo quiso que mi vida fuera una penitencia interior perpetua y la penitencia interior perfecta está en el odio a mi Yo propio ¿por qué a su evangelio se le llama el Evangelio del Amor? ¿Es que hay dos evangelios, uno del Amor y otro del Odio?

Y si la consecuencia del amor a mí mismo es el amor a mi prójimo ¿la consecuencia del Odio a mi Yo propio no será el odio a mi prójimo?

Y si el amor al prójimo requiere que se cumpla la necesidad del amor a mí mismo ¿qué necesidad se cumple a raíz del Odio al Yo propio?

Hombre, odiar, odiamos todos en algún momento de nuestras vidas. El mismo Dios odia el espíritu del Diablo con tantas fuerzas que el fuego de ese odio no se consume nunca.

Veamos ¿quién no se ha odiado a sí mismo alguna vez?, ¿pero dónde está ese loco que hará de ese odio pasajero una regla maestra? Caso de existir este loco ¿ese odio hacia sí mismo no lo acabaría consumiendo en un apocalipsis de delirio suicida?

La razón clara y la Sagrada Escritura se unen a un mismo tronco para declarar que difícilmente aquel Jesucristo que puso el Amor tan alto podía pedirnos que nos odiáramos a nosotros mismos como condición para entrar en su Reino. Así que ¿de dónde le venía a Lutero aquél odio hacia sí mismo?

¿Tal vez del hecho de haber tirado por la borda una brillante carrera de abogado por culpa de un momento de debilidad?

¿Si se arrepintió de haber tirado de aquella forma tan precipitada su vocación de abogado por qué no colgó los hábitos?

¿Prefirió cultivar al odio hacia sí mismo en su celda antes que dar su brazo a torcer y reconocer que la vocación no se impone, se nace con ella?

¿Comparable la experiencia de aquel Pablo de Tarso a quien tirara del caballo el propio Jesucristo con la experiencia del que se pierde en una tormenta, se asusta bajo un diluvio de rayos y truenos, se caga patas abajo y hace voto de meterse en un convento si sale vivo de algo tan natural como una lluvia torrencial?

¿Puede el orgullo propio llevar a un hombre hasta tal punto de destrucción interior?

Parece que sí. De hecho, el orgullo propio ha causado más tragedias que los dioses del caos y la fortuna ciega.

En el caso de Lutero el dilema psicológico tuvo una estructura patológica de lo más elemental. Si no cumplía su voto se odiaría a sí mismo por no ser capaz de ser un hombre de verdad. Y si lo cumplía se odiaría de todas maneras. La cosa es, ¿era esto suficiente para arrojarse por la pendiente esquizoide del odio hacia el Yo propio?

La decisión era suya, pero personalmente no creo que la decisión a tomar fuera tan complicada ni hubiera motivo suficiente para transformar un molino de viento en un dragón maléfico en razón de un error que siempre pudo haberse corregido sin necesidad de echar abajo los muros de la iglesia universal.

Un momento de nervios lo tiene cualquiera. En una ocasión como aquella, perdido en medio de la nada bajo una tormenta torrencial, que Lutero hiciera voto de virginidad, de castidad o de lo que fuera, dado su background católico no tenía por qué extrañarle a nadie ni ser para él tema de vergüenza ad eternum. Sus padres y sus amigos comprendieron y ninguno se rió de su pronto. Hombre, seguro que con ese carácter asustadizo ninguno de los hombres que le estaban dando la vuelta al mundo por océanos desconocidos hubiera superado la distancia entre la primera tormenta en alta mar y su gemela perfecta. De todos modos, nadie esperaba de un abogado que fuera un Francis Drake, un Vasco de Gama o un Cabeza de Vaca. Cada cual en su lugar.

¡Uno gatea hasta el techo de los Himalayas y otro inventa la imprenta! Dios a nadie desprecia y ha hecho que todos necesitemos de todos. No tiene más agallas quien aguanta más minutos bajo el agua. Lo importante es encontrar el lugar de uno…

¡Cuánta razón tenían sus padres y sus amigos! Una vez pasado el susto del rayo que le tocó el orgullo, el tiempo que lo cura todo curaría también la espina que había de dejarle no haber cumplido aquel voto hecho de aquella manera; y desde su bufete de abogado recordaría Lutero aquella experiencia desde otra perspectiva. ¿O no?

Aquella heroicidad de mantener el orgullo propio contra la lógica del consejo de sus padres y sus amigos únicamente podía conducirle a la locura de descubrir el error demasiado tarde. Entonces sí que se odiaría a sí mismo por no haber sido más humilde y haberse creído que en toda la historia de la humanidad jamás hombre alguno pasó por una tormenta tan terrible y asombrosa. ¿Acaso no había leído la Odisea?

El héroe alemán, podemos diagnosticar con tranquilidad, fue un valiente que tomó una decisión equivocada. Y, atrapado en el odio a sí mismo por no haber silenciado la voz de su orgullo, como aquel Quijote que veía gigantes donde sólo había molinos de viento, empezó a ver dragones donde sólo había humanos. Sólo eso, no santos, no demonios. Sólo eso, hombres. Y del odio hizo su fuerza, su estandarte, su espada, su evangelio.

El odio hacia Dios que confesó haber vivido en su celda no fue más que eso, el odio hacia sí mismo por no haber sido capaz de reconocer que se equivocó. El odio que confesó hacia el Dios Oculto fue la máscara tras la que su inconsciente ocultó el Odio hacia sí mismo por no haber sido capaz de reírse de su debilidad. Y tras la que siguió escondiendo el Odio hacia el Yo propio suyo que con su orgullo lo seguía empujando a seguir adelante con el hábito aun cuando estaba viendo que el odio hacia la vida eclesiástica se le estaba pegando en los huesos y le estaba corrompiendo el alma.

¡Cómo no odiar a su Yo propio! No tuvo nunca que haber seguido para adelante, y no se atrevía a dar marcha atrás. ¿Razones para odiarse a sí mismo? Sólo le hubiera bastado pedir la dispensa, colgar el hábito y volver a aquel mundo en plena revolución entre cuyas ondas había crecido y para el que todo su ser se encontraba preparado. Por Dios santísimo, tenía sólo 22 años, ¿por qué no tuvo misericordia de sí mismo? Había terminado Filosofía. Iba a comenzar la carrera de abogado. Tenía un mundo entero por delante y una vida maravillosa para disfrutar. ¡Y qué mundo!

Los horizontes oceánicos se habían abierto y sobre el Abismo cubierto antiguamente por las tinieblas de la ignorancia el espíritu de Dios había trazado surcos hasta las Américas. Los sistemas económicos estaban cambiando a caballo de la revolución social que el Descubrimiento había espoleado. Mil años después de la caída del imperio romano la Civilización volvía a levantar la cabeza, volvía a soñar, y desde la Nueva Europa el futuro no podía ser más prometedor para un joven aspirante a abogado llamado Martín Lutero.

Acontecimientos sobrenaturales habían sacudido en el último siglo el curso de la historia universal. De la derrota había nacido una nación que, como ave fénix en sus cenizas a la espera de su renacimiento, se había elevado al pináculo más alto de la fama, y seguía imparable su ascensión en solitario hacia la cumbre del monte de la gloria humana. Sus fundadores la llamaban España.

Sus guerreros invencibles habían demolido el Islam al Oeste y se aprestaban a hacer lo mismo en el Este; sus marineros legendarios recorrían los océanos incógnitos abriéndole horizontes a la Humanidad. Al Sur los italianos habían roto las fronteras inconquistables que el Mundo Clásico le diera como tope a la creatividad del genio humano y los resplandores del Renacimiento le ponía los colores al futuro de la Ciencia.

Francia ondeaba la bandera del Humanismo que anunciaba el Nacimiento de los Derechos Humanos. Y los propios alemanes se apuntaban a la gran fiesta de la Celebración de la Victoria de la Civilización aportando al resto del mundo la Imprenta.

Tras las fronteras de este mundo feliz estaban los ejércitos del Islam. Y dentro de las fronteras el problema eterno de Europa, su tendencia adorada a perderse en los pliegues de su idiosincrasia melancólica por los viejos días de gloria, con aquella reforma eclesiástica que no llegaba nunca, con la fraternidad entre sus comunidades nacionales que nunca cuajaba, con sus promesas de un mundo más perfecto y justo que nunca se realizaban ni nunca se abandonaban. En fin, Europa. Su Europa.

Un mundo en ebullición que abría su corola al sol de la esperanza después de mil años de invierno largo y duro. Mil años durante los cuales la columna vertebral alrededor del cual crecieron los miembros del cuerpo europeo fue la iglesia católica, con sus defectos, con sus paranoias, con sus pecados y sus vicios, pero siempre ahí para mantener la cohesión más allá de las fronteras.

Mil años durante los cuales el futuro de la Civilización dependió de la iglesia católica y el futuro de la iglesia católica de Alemania.

Mil años luchados a pulso, siglo por siglo, y cada siglo a caballo de una nueva amenaza de destrucción.

Mil años que habían dado su fruto y les abría a todos los jóvenes de la generación de Martín Lutero un futuro prometedor, vibrante, lleno de emociones y experiencias. Futuro al que el aspirante a abogado sin duda ninguna se había apuntado poniendo toda la carne en el asador.

De pronto, de golpe, mientras está de viaje le sorprende a Lutero una tormenta. La oscuridad repentina, los vientos aullantes, los truenos majestuosos de la tormenta le hacen perder el norte. Ya no sabe para dónde tirar. En aquella oscuridad no puede guiarse mediante ningún signo en los cielos o en la tierra. No reconoce ningún monte. No divisa ningún edificio a la redonda. No encuentra ningún refugio contra la lluvia torrencial. Ni le es posible acertar con la salida más corta.

Un rayo golpea el cielo, atraviesa la atmósfera y cae contra el árbol bajo el que Lutero, de 22 años, buscó refugio. Horrorizado vuelve a campo abierto sin saber cómo salir pero buscando la seguridad. Se desespera y hace una promesa: Meterse a fraile si sale vivo.

Cualquiera en su lugar -conociendo el background católico del joven Martín- hubiera tenido la misma ocurrencia o parecida. Santa Rita Rita Rita si me salvas subo de rodillas a la ermita, o te estoy poniendo velas todos los días durante los próximos diez meses.

Después de todo no nos acordamos de Dios y sus santos más que cuando le vemos los cuernos al diablo. ¿O hay alguien que se acuerde de Dios cuando está de fiesta?

Bueno, tampoco era para tanto. Tormentas malas y peores que las que el joven Martín Lutero vivió las ha habido desde los orígenes de la Tierra. También es verdad que hasta que no se le muere a uno la madre y el padre no comprende uno lo que ha perdido, y cosas por el estilo.

De aquí a tirarse de los pelos como si nadie pudiera comprender la tragedia de la pérdida de un ser querido hay un camino, demencial si el sujeto se empeña en creer que nadie puede comprender lo que echa de menos a su difunto.

Una tormenta que sale de la Nada, el norte que se pierde y no sabe uno para dónde tirar, un rayo que casi lo deja a uno frito. Vale. Un susto. De aquí a creerse que jamás en toda la historia de la humanidad hombre alguno vivió esa experiencia, la verdad, no me parece normal.

Y ahora entre hombres, más de uno nos hemos cagado en los pantalones por culpa de un mal flash. ¿O no? ¿Y por eso vamos a odiarnos hasta la muerte? Lo que hace al valiente no es el héroe, sino la superación del miedo que el riesgo implica. Pero si lo que de verdad vale es eso de que los hombres no lloran, y ya puestos ni cagan ni mean, entonces apaga y vámonos.

Tal fue, en definitiva, la tragedia del héroe de la iglesia alemana.

Por morirse de pánico al hallarse perdido en una tormenta no podemos llamarle cobarde. Sí, por no haber tenido el valor de reconocer que lo suyo no eran los hábitos.

No tuvo el valor de reconocer que se había equivocado, que se estaba equivocando. Y esta cobardía suya fue su sino para toda la vida.

¿Cómo no iba a odiarse a sí mismo, a su propio Yo, en sus palabras: hasta la muerte?

Pero vanidad de vanidades, si la voluntad de Jesucristo fue que el odio hacia el propio Yo durase de por vida y mientras dure nadie entre en el Reino de los cielos ¿no tenía razón el pobre Lutero en su celda al creer que aquella tormenta fue cosa divina, a fin de llevarle por el miedo al descubrimiento del odio que abre las puertas del Cielo a quien de esa manera se odia hasta la muerte?

Si este razonamiento es propio de un loco o de un sabio que la iglesia alemana lo diga. Y de camino que nos aclare cómo es que diciendo Jesucristo: “El Reino de los cielos se acerca. Y el Reino de los cielos está en vosotros”, en base a qué su héroe pone como condición para entrar en él el odio hasta la muerte contra el propio Yo.

¿A quién creeremos, al Hijo de Dios que nos declara ciudadanos de su Reino y por el Amor a su Corona nos sujetamos a su Justicia en vida, o al Doctor en Filosofía y Teología que nos niega la ciudadanía hasta la muerte? Y si es el Odio el que nos libera y nos hace ciudadanos de ese Reino después de la muerte ¿de qué reino nos declaró el Hijo de Dios ciudadanos en vida?

¿O acaso el reino de los cielos no está donde hay un hijo de Dios? ¿O ya no fue creado el sábado por el hombre sino el hombre para el sábado? ¿Y ya no es el universo el que hace al hombre sino el hombre el que hace al universo? ¿Ni la casa de Dios son sus hijos sino los muros que le rodean?

¡De verdad de verdad, qué forma más curiosa de entender la Verdad! Donde Jesucristo puso alegría Lutero puso penitencia; donde Jesucristo puso Amor, Lutero puso Odio.