www.cristoraul.org |
||||
---|---|---|---|---|
LUTERO, EL PAPA Y EL DIABLOPRIMERA PARTESobre el Bautismo y la Gracia
Moisés nos descubrió a todos, empezando por los Hebreos, que Dios es Espíritu y que Dios es Santo. Pero esta conclusión parecía más bien un juego de palabras, una asociación lógica del tipo teorema aristotélico: Dios es espíritu, Dios es santo, luego Dios es espíritu santo. Consciente de la Necesidad que tenía su Creación de verlo y tocarlo, Dios no lo dudó y engendró a Cristo. Pero queriendo llevarnos a la plenitud del Conocimiento de la Verdad quiso que fuese su Hijo, porque la Verdad estaba en El, quien se hiciese hombre y nos mostrase en sus carnes al Espíritu Santo. Y viendo al Hijo viéramos al Padre. Sobre lo cual no tengo nada que decir porque todo está escrito. El hecho es que a todos los que creen en esta Verdad, a todos se les concede la Gracia de pasar de esta vida a la vida eterna sin ser juzgados: “En verdad, en verdad os digo que el que escucha mi palabra y cree en el que me envió, tiene la vida eterna y no es juzgado, porque pasó de la muerte a la vida” (Juan -el Hijo obra en unión con el Padre). Y en esta Fe está la Gracia. ¿Pues quién será el hombre que se
atreverá a mantenerse de pie y declararse justo delante del Juez
del Universo? - como en alguna otra parte dice la Biblia. Y, sin
embargo, siendo tan sencilla esta Fe y estando tan cerca de nuestro
corazón su Gracia, no todos los cristianos comprendieron esta
Verdad. La Historia, hay que decir, no miente. Fueron muchos los
grandes pastores de hombres que se negaron a creer que algo tan
infinitamente maravilloso y divino, la vida eterna, se nos haya
concedido sin pedirnos a cambio nada, únicamente y nada más que
creer en el Hijo de Dios.
Intentando comprender el porqué de esta negación
de tales grandes hombres a aceptar el Reino de los cielos con
la inteligencia natural de un niño, la explicación más a mano
es que a esos hombres tan grandes se les enseñó con tanto ahínco
que Dios es infinitamente inteligente, todopoderoso, omnisciente,
bueno, etcétera etcétera, que acabó resultándoles imposible creer
que la Ciencia de la Salvación pueda entenderla hasta un chiquillo.
Se dijeron a sí mismos que eso no podía ser y buscaron la forma
de retorcer la Verdad hasta convertirla en una doctrina digna
de sus inteligencias y genios. Al final, aunque con palabras diferentes,
todos acabaron haciendo lo mismo: conducir a los ignorantes al
campo donde Caín encontró la quijada de asno con la que le partió
a su hermano Abel el cráneo.
(El hecho es que todos los santos y sabios maestros
que interpretaron a Dios, a su Hijo y a la Sagrada Escritura acabaron
predicando la necesidad de la muerte de los católicos. En este
orden la Reforma no marcó época ni revolucionó la relación entre
los Arrio y Donato de los primeros siglos del Cristianismo y los
Lutero y Calvino de todos los tiempos). Como se ve de la lectura
de la Historia del Cristianismo y demostraré en esta Respuesta,
a muchos de aquéllos grandes maestros les perdió el mismo error,
querer ser el Intérprete de la voluntad de Jesucristo. Y digo
error porque todos aquéllos grandes hombres se olvidaron de un
Hecho: Jesucristo resucitó al tercer día y, estando vivo, no necesita
de Intérprete alguno entre Él y su Pueblo. Ni Ayer ni Hoy ni Mañana.
El R. P. Martín Lutero, Maestro en Artes Filosóficas y Teología,
como demostraré durante este Debate, perteneció a aquella raza
de grandes hombres con memoria algo olvidadiza.
CAPÍTULO 1.
Sobre la penitencia
-Cuando nuestro Señor y Maestro
Jesucristo dijo: “Haced penitencia...”, ha querido que toda la
vida de los creyentes fuera penitencia.
Esta afirmación -a pesar del halo de beatitud monacal
y santonería ascética que la envuelve- niega la piedra angular
de la Justicia sobre la que Dios trabó el Edificio maravilloso
de nuestra Redención. Niega, nada más ni nada menos, la gratuidad
de la remisión de todas las culpas, penas y delitos cometidos
por el hombre antes del Bautismo. Me explico: Si donde hubo, hay,
y sigue habiendo Gracia y Absolución, por la Fe queda anulada
la condena que por sus delitos el hombre antiguo se merecía (hablando
siempre de todos los delitos cometidos antes del Bautismo).
El nacimiento del hombre nuevo en la Fe implica la
absolución de todas las faltas cometidas por el hombre antiguo;
de manera que las penitencias debidas a las condenas a que se
sujetan tales delitos delante de Dios son anuladas por el espíritu
de Cristo, por cuya Gracia queda limpio el hombre nuevo de todos
los pecados cometidos antes del Bautismo. Pero si el Bautismo
no trajera remisión y olvido de todos los delitos cometidos por
el hombre antes de nacer a la vida del espíritu por la Fe en Jesucristo,
delitos por los que de imponérsele castigo con objeto de ganarse
el Cielo debiera el hombre hacer penitencia toda la vida, en este
caso Jesucristo sí quiso decir lo que el R. P. Lutero dijo, que
aun habiendo vuelto a nacer el que nace debe pasarse la vida penando
las culpas del que murió. Veamos cómo resolvemos este misterio.
Caso Adán. Por su delito Adán cumplió penitencia
de por vida; fue condenado a morir, y murió. Por su culpa habiendo
sido el mundo despojado de su Herencia: la gloria de los hijos
de Dios, el mundo vivió en aquel estado de penitencia o cadena
perpetua, o como quiera llamársela, efecto y consecuencia de vivir
sin Dios. Cuando Jesucristo vino, y conquistó para la Plenitud
de las Naciones la Gracia de la Fe, aquel Derecho del que fuimos
despojados nos fue restituido. Ciertamente sin méritos por nuestra
parte -en palabras de los santos-. El hecho es que con méritos
o sin méritos la condena fue abolida, y gratuitamente, de manera
que tras el Bautismo ningún hombre necesita vivir la gloria de
la Libertad arrastrando por el camino la cadena y la bola que
durante tantos milenios la Humanidad arrastrara por culpa de la
Ignorancia de aquel Adán.
Caso Saulo de Tarso. Criminal, asesino de la peor
especie, perseguidor de inocentes ante las leyes divinas, inquisidor
implacable y mensajero de una solución final que planeaba llevar
a la cámara de las lapidaciones a miles de hermanos de raza bajo
la única acusación de ser cristianos. Por la Fe, Saulo fue absuelto
de todos sus crímenes. Si la voluntad de Jesucristo fue que toda
la vida del cristiano sea penitencia, la condena total por los
delitos que aquel Saulo cometió contra los primeros cristianos
ciertamente hacía merecedor a San Pablo de pasarse el resto de
la vida haciendo penitencia a saco y ceniza. Y sin embargo, no
fue así. El Bautismo ahogó al hombre viejo -en sus palabras- y
trajo a luz un hombre nuevo, de manera que Pablo ya no era deudor
de Saulo, sino de Jesucristo.
Supuesto el caso que Lutero tuviera razón y la voluntad
de Jesucristo fuese que el cristiano viva en penitencia perpetua,
San Pablo no fue deudor de Jesucristo, sino de Saulo, gracias
a cuyos crímenes nació Pablo. Resultando ahora de aquí que la
necesidad de pecar es más grande cuanto más grande se quiera la
santidad.
“Peca, es decir, adultera, mata, roba, envidia, levanta
falsa testimonio, odia a tus enemigos, corrompe, destruye…Y sin
miedo porque todos nuestros pecados los lava la Sangre de Cristo”
-palabra de Lutero... y amén.
Desde esta perspectiva de la relación deuda-deudor
entre el hombre viejo y el hombre nuevo, esta declaración de crimen
contra el Evangelio se entiende mejor. Porque si Pablo nació de
sus crímenes y no de Cristo, en este caso igualmente quien quiere
acercarse a Dios debe procurar ser un pecador, y según la distancia
a la que quiera ponerse de Cristo procurar que sus crímenes sean
mientras más grandes mejor.
Es obvio que este contexto psicológico, del que Lutero
extrajo su conclusión sobre la relación entre la santidad y el
pecado, haciendo a Pablo deudor de Saulo y no de Jesucristo, es
una barbaridad.
Si ajustamos los presupuestos de la Redención a esta
barbaridad el crimen es el camino a la Fe, de manera que sólo
cometiendo un crimen, mientras más grande más garantía de atracción,
se puede alcanzar la Gracia. Como si dijéramos que Saulo nunca
se hubiera hecho merecedor de atraer la atención de Dios de no
haberse convertido en su enemigo; por lo cual mientras más crímenes
contra los hijos de Dios cometamos con más garantías atraeremos
sobre nosotros la grandeza de la que Saulo hizo merecedor a Pablo.
Estas palabras de Lutero: “Peca, es decir, adultera,
mata, roba, envidia, levanta falsa testimonio, odia a tus enemigos,
corrompe, destruye…Y sin miedo porque todos nuestros pecados los
lava la Sangre de Cristo” -y amén- dichas por el Diablo se comprenderían
a la perfección, y lo ilógico sería que el Diablo dijera lo contrario.
En boca del Hombre Nuevo es perfecta locura y demencia.
Pues habiendo muerto el Hombre Viejo bajo el peso de tales delitos
la recaída del Hombre Nuevo, que ya se lavara de tales crímenes
en la sangre preciosa de Cristo: ¿de los crímenes por los que
el Hombre Viejo se merecía el Infierno bajo qué contexto podrá
el Hijo de Dios volver a bajar y dejarse crucificar para redimir
una vez más al que ya fue redimido?
Habla el Pablo que enterró a Saulo y no volvió a
resucitarlo, (que es lo contrario que hace quien sigue el consejo
de Lutero):
“¿Qué diremos, pues? ¿Permaneceremos en el pecado
para que abunde la Gracia? De ningún modo. Los que hemos muerto
al pecado, ¿cómo vivir todavía en él? ¿O ignoráis que cuantos
hemos sido bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados para participar
en su muerte?... Pues sabemos que nuestro hombre viejo ha sido
crucificado para que fuera destruido el cuerpo del pecado y ya
no sirvamos al pecado. En efecto, el que muere queda absuelto
de su pecado...”. (Romanos-El cristiano, unido a Cristo por el
bautismo).
Y otra vez:
“Que no reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo
mortal, obedeciendo a sus concupiscencias; ni deis vuestros miembros
como armas de iniquidad al pecado, sino ofreceos más bien a Dios
como quienes, muertos, han vuelto a la vida, y dad vuestros miembros
a Dios como instrumentos de justicia…. ¿Pecaremos porque no estamos
bajo la Ley, sino bajo la Gracia? De ningún modo… Pues la soldada
del pecado es la muerte; pero el don de Dios es la vida eterna
en nuestro Señor Jesucristo”. (Romanos-El servicio del pecado
y el de Dios).
¿Hace falta el Amén?
Pero si lo que Jesucristo quiso e hizo fue abrirnos
la Puerta de la Libertad para que anduviésemos errantes por el
mundo como fantasmas condenados a mostrar la miseria de su condición
a todo el universo, entonces el R. P. Martín Lutero tuvo razón
al decir que el Bautismo no absuelve al hombre de la penitencia
de la que sus delitos, cometidos antes del Bautismo, lo hicieran
merecedor.
Ahora bien, si Dios derrama gratuitamente su Gracia
sobre el que cree en su Hijo, y lo libera por el Bautismo de las
consecuencias de sus errores y delitos, por los que estuvo cada
vez más lejos del Cielo -cosa que está ampliamente probada y demostrada
por las Sagradas Escrituras-; y si por amor a su Hijo la condena
que se merece el hombre sin Fe, que lo acerca un paso más al Infierno,
de pronto y gratuitamente Dios la transfigura en la alegría del
que es absuelto de todos sus crímenes -Credo que ha defendido
la Iglesia Católica desde sus mismos orígenes-; y si por amor
al Hombre quiso Dios derrumbar los muros de la prisión en la que
el Imperio de la Muerte mantenía a nuestro mundo -asunto sobre
el cual los Apóstoles se explayaron en privado y especialmente
San Pablo en público-; y porque quería y podía su Hijo nos abrió
la Puerta de la Libertad para que volviéramos a nacer y abriéramos
los ojos a la luz del sol de la Verdad -doctrina que los Evangelios
reivindican hasta la saciedad-; si esto es lo que hizo Jesucristo,
entonces ¿qué es eso de que después del Bautismo el cristiano
tiene que vivir como quien vive condenado a penitencia perpetua?
¿Habiendo sido absuelto de su delito por el Bautismo
porqué tendría el cristiano que pasarse la vida penando una culpa
de la que fuera gratuitamente liberado?
Es más, libre, por fin, de aquella cadena y bola
que heredamos por culpa de Adán, ¿en razón de qué tipo de teología
el cristiano debe conservar puesto el traje del esclavo del pecado
en lugar de vestirse el traje de la alegría por la Libertad concedida?
¿Quiso decir el R. P. Martín Lutero que el cristiano -liberado
del poder de la Muerte- debe vivir como quien está condenado a
cadena perpetua y arrastra su culpa de por vida, aun habiendo
sido declarado libre?
Puede que el R. P. Martín Lutero quisiera decir eso,
puede que no. Personalmente creo que cada criatura está en su
derecho de glorificar a su Salvador según su corazón y a nadie
debe imponérsele cómo debe llorar ni cuántas lágrimas de alegría
bastan. De hecho, la Historia del Cristianismo está llena de respuestas
sui géneris, a cual más diferente, algunas incluso graciosas,
como la de aquél santo ermitaño que se pasó diez o no sé cuántos
años viviendo en lo alto de la columna de un templo en ruinas,
perdido en el desierto.
La cuestión no gira sobre la variedad de respuestas
que los cristianos, en agradecimiento a su Salvador, se inventan.
¿O acaso aquél buen hombre fue más y mejor cristiano que aquel
otro que glorificó a su Salvador entregándose a las autoridades
romanas y sufrió martirio?
La tortilla
a la que le estoy dando la vuelta no tiene que ver tanto con la
variedad de formas de vivir la Fe, cuanto con el origen de la
autoridad de aquéllos grandes hombres que, por virtud infusa de
sus títulos académicos, sí se creyeron capacitados para despojar
a todos los demás de ese derecho a la Libertad para vivir la Fe
según el corazón de cada cual. ¡Por Dios santo! ¿quién se creía
Lutero que era para imponer su respuesta personal, su forma de
darle las gracias al mismo Salvador de todos, a todos los demás
cristianos? Esta es la primera cuestión.
La segunda es esta: ¿De verdad fue eso lo que Jesucristo
dijo cuando lo dejó todo y se fue al mundo a anunciar su Buena
Nueva, que el cristiano no debe alegrarse ni regocijarse por ser
contado como Familia de Dios, sino que debe vagar por el mundo
con el traje de los condenados a cadena perpetua?
Y aquí va la tercera: ¿Quién se creía el R. P. Martín
Lutero que era él para saber lo que Jesucristo quiso decir o quiso
dejar de decir? ¿Es que acaso chateaba con Jesucristo y Jesucristo
le respondía por la ventanita privada? ¿En mil quinientos años
todo el mundo fue tonto de nacimiento hasta que nació él, el intérprete
del Espíritu Santo, su confidente, su amigo íntimo?
Agustín de Hipona, Ambrosio de Milán, Anselmo de
Canterbury, Antonio de Padua, Atanasio de Alejandría, Basilio
Magno, Beda el Venerable, Bernardo de Claraval, Buenaventura,
Catalina de Siena, Cirilo de Alejandría, Cirilo de Jerusalén,
Efrén de Siria, Francisco de Sales, Gregorio Nacianceno, Hilario
de Poitiers, Jerónimo, Juan Crisóstomo, Juan Damasceno, Juan de
la Cruz, Francisco de Asís, Lorenzo de Brindisi, León el Grande,
Pedro Damián, Tomás de Aquino, Pablo de Tarso... ¿toda esta constelación
de estrellas del firmamento cristiano, luces divinas brillando
en las tinieblas de los siglos para alegría de la creación entera,
interpretaron anticristianamente el Anuncio de Jesucristo?
Vamos a ver si a la luz de “la razón clara” cerramos
el debate sobre esta primera tesis. Dios viene y nos libera de
la penitenciaría en la que fuimos arrojados, ¿y todo lo que se
nos ocurre es vivir la Libertad como quien sigue siendo esclavo
de la Muerte? Si la pena que nuestro mundo sufrió por la Caída
de Adán fue el desconocimiento de Dios, desde el momento que se
viviera la libertad cristiana como quien vive todavía en la penitenciaría
de la que se fue rescatado: lo que se haría sería elegir vivir
libre pero permaneciendo en aquella ignorancia, origen de todos
los delitos por los que tuvo que morir Cristo. ¿O no fue la condena
que el pecado de Adán firmó sobre nuestras espaldas vivir sin
Dios?
¿Hay pena mayor que esta con la que un hijo de Dios,
nacido para vivir la vida eterna en el Reino de su Padre, pueda
ser atormentado?
Y sin embargo esa pena fue la que se le impuso a
nuestro Hombre Viejo. Así que habiendo sido liberados y congraciados
con nuestro Creador ¿debemos vivir como quien no le conoce ni
tiene Dios?
¡¿Esto es lo que quiso decir Jesucristo?!
¿Y lo que quiso decir Jesucristo, ya que Lutero sabía
tan bien lo que quiso decir el Hijo de Dios, fue lo que él, Lutero,
dijo?:
“Peca, es decir, adultera, mata, roba, envidia, levanta
falsa testimonio, odia a tus enemigos, corrompe, destruye…Y sin
miedo porque todos nuestros pecados los lava la Sangre de Cristo”.
Amén. Amén.
CAPÍTULO 2.
Sobre la penitencia luterana
-Este término (haced penitencia)
no puede entenderse en el sentido de la penitencia sacramental
(es decir, de aquella relacionada con la confesión y satisfacción)
que se celebra por el ministerio de los sacerdotes.
Todos sabemos lo que está escrito. Sin los hebreos
no tendríamos el Antiguo Testamento. Y sin los cristianos no tendríamos
el Nuevo. Pero gracias a Dios hoy todos sabemos leer y podemos
leer la Biblia por nosotros mismos. Así que aquella Era cuando
invocando al Espíritu Santo los iluminados de turno golpeaban
con el látigo de sus títulos a diestro y siniestro, esos días
se han acabado. A nadie excepto al Hombre que compró el nacimiento
de este Día al precio de su propia vida le debemos la gloria de
nuestra Libertad de hijos de Dios. El fin de la tutela que advenedizos
metidos a tutores de la Humanidad tuvieron nuestro futuro en jaque,
ha acabado.
Ya no necesitamos a nadie. Lo sabemos por nosotros
mismos: la Verdad es Una, indivisible, intransferible, espejo
de la Realidad del Universo, imagen de la Omnisciencia del espíritu
divino. Y sabemos que esta Verdad fue aborrecida por una parte
de aquellos hijos de Dios que en su locura quisieron transformar
la Creación en un imperio gobernado por un Olimpo de dioses, todos
ellos más allá de la ley, todos ellos inmunes al brazo de la justicia,
todos ellos libres de toda responsabilidad por sus actos. Sabemos
que el Creador del Cosmos en persona se alzó para dar su última
palabra al respecto. Y su última palabra fue un NO.
Atrapado en el conflicto entre Dios y sus hijos rebeldes,
en la persona de Adán el Género Humano fue condenado a sufrir
en sus carnes las consecuencias de un mundo sometido a semejante
imperio. Abandonada a sus fuerzas naturales, a merced de un enemigo
que respiraba odio y muerte contra la Humanidad, ésta vivió sin
esperanza de Victoria los milenios que separaron a Adán de Cristo
Jesús.
Pero Esperanza sí que había. Había sido prometida
bajo juramento a Abraham, y luego volvió a ser ratificada mediante
visiones proféticas.
Cuando por fin llegó Cristo Jesús y se enfrentó al
Enemigo del Cielo y de la Tierra el número de los delitos contra
su Creador cometidos por la Humanidad no tenía fin. Por lo tanto,
para los que siendo depositarios de la Promesa habían perdido
la esperanza en la Victoria era el arrepentimiento. Para todos
los demás era la alegría del que de pronto se encuentra con el
Cielo abierto y todo lo que se le pide para entrar es declarar
a boca abierta esta Verdad: Dios es Padre y su Hijo Primogénito
es Unigénito.
Así estaban las cosas, más o menos, cuando llegó
Lutero y afirmó que en lugar de la alegría por la Gracia de la
Fe, lo que al cristiano le corresponde es pasarse la vida en penitencia
perpetua.
En lugar de
gritar Victoria y salir corriendo a disfrutar y contagiar a todo
el mundo de la alegría por la Libertad, Lutero aconseja vestirse
de saco y ceniza, bajar la cabeza y pasarse la vida entera en
tristeza perpetua por los delitos cometidos antes de venir Jesucristo
al mundo.
Negando así negó que el Perdón fue concedido gratuitamente.
Pero la penitencia de la que habla Lutero no es la
penitencia según la entienden los sacerdotes y los jueces. No.
Al parecer hay otro tipo de penitencia. Sobre la cual, no el maestro,
sino un discípulo suyo, no con palabras, sino con obras, nos va
a iluminar enseguida.
Corría el 1521-22. Ningún católico de a pie había
alzado todavía una mano contra protestante alguno, excepto aquéllos
famosos obispos romanos, siempre encantados de encontrar alguien
contra el que esgrimir la espada del espíritu, un medio como otro
cualquiera de recordarle al resto del mundo quién tenía el verdadero
Poder.
Karlstadt, hombre bravo nacido en un tiempo de hombres
bravos, se burlaba de la realidad del Poder papista. Y siendo
uno de esos hombres a los que les cansan la multitud de palabras
y el cuerpo les pide acción, cansado de tanto cruce de palabras
entre su maestro Lutero y los enemigos papistas, Karlstadt decidió
implantar por cuenta propia el nuevo estado de cosas. Hombre de
fuerza más que de Razón, aprovechando que la semilla luterana
había encontrado tierra fértil en Wittenberg se hizo con la masa,
la lideró y decretó la expropiación in
situ de monasterios, conventos e iglesias. Ya que los enemigos
de la verdadera religión no se desterraban voluntaria y libremente
de Alemania, el despojo a la fuerza de sus propiedades y riquezas,
tanto de las de los judíos como las de los de católicos, según
Karlstadt, era el único medio santo que tales discípulos e hijos
del Infierno les dejaban a ellos.
Astuto como un zorro Karlstad se inventó el siguiente
argumento: No debían creerse ellos que al despojar a los enemigos
de la verdadera religión de sus propiedades cometían delito alguno.
Al contrario, al obligarles los católicos a ellos a ayudarles
a irse al infierno los enemigos de la religión verdadera le sumaban
a un crimen malo otro peor. Primero habían pervertido la religión
de Cristo y ahora con su negación a irse al Infierno los obligaban
a ellos a igualarse a los criminales y delincuentes, siendo como
eran el verdadero pueblo santo del Señor. Amén. Amén.
La masa, fascinada por el pico de oro de su paisano,
respondió a una: Aleluya. Aleluya. Y, obedeciendo a su líder con
la fidelidad robótica de una bestia a sus instintos naturales
básicos, de la noche a la mañana monasterios, conventos e iglesias
fueron asaltados y despojados de todos los dineros, muebles, vajillas
de plata, sábanas de seda. En fin, privados de todo lujo y lucro.
¿De qué uso les iba a servir en el Infierno tenedores y cuchillos,
mantas y pieles a quienes de todos modos se iban a pasar la eternidad
castañeando dientes? -se dijeron riendo.
Hombre muy astuto Karlstadt, con la excusa del socorro
a los pobres, puso todos los dineros en una caja fuerte común
y se quedó él con la llave. Llegada la noche Karlstadt se fue
a la cama. Cual Jesucristo despidiendo a las muchedumbres después
de la multiplicación de los panes y los peces, Karlstadt les dio
a todos las buenas noches, y su rebaño de fieles se fue también
a la cama.
Esa noche, mientras dormía, Karlstadt tuvo un sueño
profético. El espíritu divino que habitaba entre su pecho y espalda
le mostró una escritura en la pared, que decía: “Al reino de los
listos, bienvenidos todos los tontos”.
Excitado por la revelación Karlstad se levantó riendo.
Desayunó, abrió la puerta y se fue al encuentro de la congregación
de los nuevos santos. Reunió a todos sus fieles, abrió la boca
y les reveló el invento.
En efecto, había encontrado el método infalible para
acabar con la pobreza. La congregación abrió la boca. Karlstadt
les juró que la visión era verdadera, y su ejecución era para
pronto. Mejor aún, para ya. Así que desde ese momento y para siempre
quedaba abolida la mendicidad y la pobreza. En adelante quedaba
prohibido ser pobre y mendigo; a cualquiera que se le hallare
pidiendo limosna, por su ofensa contra la comunidad negando con
su existencia que practicara la fraternidad cristiana, a todos
los pobres y mendigos que desafiaran a la comunidad se les condenaba
a la cárcel. Y ya está, ya estaba hecho el Cielo en la Tierra.
Hombre, al principio sus fans se quedaron un poco
espantados. El divino Karlstadt les explicó entonces el teorema
de su reino. Para que haya pobreza debe haber pobres, ¿verdad?
¿Pero si no los vierais diríais que hay pobres? No. Porque la
ley de la verdad quiere que se vea con los ojos aquello que se
declara con la boca. Luego si nadie ve pobres ni mendigos en las
calles, lo que los ojos no pueden corroborar con imágenes la boca
no puede demostrarlo con palabras. Por consiguiente: “de aquí
se deduce y se infiere la necesidad santa de declarar proscritos
a los pobres y que prohibir la mendacidad es razón de orden divino”.
Otra vez los fieles de Karlstadt se quedaron con
la boca abierta. Karlstadt hablaba palabras de sabiduría infusa.
Y, maravillados por la infinita ciencia que el Dios
Oculto había derramado en los hijos de la Nueva Alemania, la masa
luterana se fue a predicarles a los mendigos la Buena Nueva: “Por
obra y gracia del espíritu santo del profeta Karlstad ya no sois
pobres”.
Aquellos pobres desgraciados se miraron alucinados
preguntándose qué eran entonces, ¿actores sin papeles en el teatro
de la vida?
Al reino de los tontos sean bienvenidos los listos;
invirtiendo el sueño se dijo Karlstadt. “No habiendo pobres no
se tiene necesidad de emplear el dinero confiscado en socorrer
las necesidades de unos mendigos que por decreto ya no existen”.
Una forma muy sutil, por luterana, de instaurar el reino de los
cielos en la tierra.
El caso es que más astuto que el diablo, no fuera
que un espabilado se parara a darle vueltas al argumento de su
jefe, para despistar la atención de sus feligreses Karlstadt encendió
en sus ignorantes cerebros el fuego de la pasión iconoclasta,
y allá que se los llevó a construir el reino del amor al prójimo
sobre las cenizas de las iglesias papistas y sus estatuillas de
santos y vírgenes.
La Gran Historia había demostrado ya, que, aunque
dormida, la pasión contra la idolatría que el primer cristianismo
viviera podía ser despertada y dirigida contra el propio cristianismo.
El primer hombre en despertar a la Bella Durmiente fue el príncipe
León III, emperador de Bizancio, con un beso en el 726, y -pues
que al parecer no acabó de despertarse- de un decretazo en el
730.
Despertada la Bella Durmiente de aquella manera por
orden de su Príncipe Imperial la destrucción de imágenes de vírgenes,
santos, patriarcas, beatos, emperatrices y demás pinturas y esculturas
típicas de la iconografía bizantina dio paso a las matanzas criminales
típicas de cualquier régimen de terror.
Seguida de las hordas iconoclastas bizantinas aquella
Bella Durmiente impuso en iglesias y monasterios su régimen de
escuela estalinista.
Bajo la mirada de acero de León III la destrucción
de las imágenes y estatuas, aprovechando el éxtasis contagioso
natural a una banda de saqueo y pillaje, degeneró en estrangulamiento
de frailes y curas, violación de monjas, asesinato de fieles y
robo a placer de los tesoros de las iglesias y conventos ortodoxos.
Esto pasó en el siglo VIII d.C. Desde la coronación
del Príncipe de aquella Bella Durmiente y la Declaración Pública
de estas Tesis habían pasado, curiosamente, ocho siglos. Era para
que de sus memoirs la Civilización hubiese aprendido algo.
Evidentemente cuando digo que aquella masa era ignorante
no lo digo en vano. Una sabiduría que se dice bajada del Cielo
y desconoce la Historia de la Tierra es tan sabia como sabio fue
el Karlstadt de este cuento.
Rey de aquel reino de listos que se apuntaron a seguir
al flautista de Wittenberg a la cama de cristal donde dormía la
Bella Durmiente, Karlstadt encendió sus mejillas con un beso.
La Bestia que llevaba dentro aquella Bella abrió los ojos. Maravillados
los de Wittenberg aullaron su regreso al mundo de los vivos.
El resto del cuento de hadas interpretado por Karlstadt
y sus hordas de ratones iconoclastas se puede imaginar. Quema
de iglesias, violaciones de monjas, curas papistas enviados al
Infierno, fieles apaleados, algún que otro judío a la hoguera.
Lo normal. Tampoco hay que hacer una tragedia de
cuatro crímenes y medio. Además que los santos, como los fuertes
ayudan a los débiles a morirse, cumplen con su deber de ayudar
a los pecadores a alcanzar el Infierno, y nadie debe ver un crimen
donde sólo se hace ejercicio de la Caridad Cristiana más pura.
Recordemos sus propiedades:
“La caridad es longánime -es decir, generosa-, es
benigna -o sea, bondadosa; no es envidiosa, no es jactanciosa,
no se hincha; no es descortés, no busca lo suyo, no se irrita,
no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la
verdad; todo lo excusa, todo lo espera, todo lo tolera”.
En fin, palabras de un santo. Y los santos como los
genios, ya se sabe, no están del todo bien de la cabeza; se les
da la razón como a esos tontos a los que se quiere; pero ya está,
tampoco va uno a hacerles caso hasta el extremo de igualarse en
la locura ya que no se puede en la sabiduría. De esto Karlstad
entendía más que Pablo y Salomón juntos; era discípulo del Reverendo
Padre Martín Lutero.
El cuento del príncipe Karlstadt y su horda de ratones
iconoclastas acaba diciendo que el Maestro vino a Wittenberg,
abrió su boca y con el poder de su palabra durmió de nuevo a la
Bella Durmiente. Pero lo que no cuenta es si con su palabra resucitó
a los muertos, sanó a los enfermos, restituyó lo robado o les
devolvió la libertad a los mendigos. Pero claro, si los vencedores
son los que escriben la Historia, y los luteranos fueron los vencedores,
no se puede esperar que ellos mismos tiraran piedras contra su
tejado contando toda la verdad sobre los crímenes cometidos por
las hordas iconoclastas protestantes durante la Reforma.
Lo natural y lógico era lo que hicieron, hacer la
vista gorda y minimizar aquel régimen de terror que la Bestia
con Cara de Bella Durmiente impuso contra católicos, anabaptistas,
campesinos y judíos en todo el territorio reformado. Atrapados
sin embargo en el dilema que un día le estrujó con su puño de
hierro al historiador de los judíos las agallas, obligándole contra
su voluntad a incluir la palabra Cristo en su Historia, los alemanes
de Lutero tuvieron que citar el triste episodio de Karlstadt,
y admitir que aquel episodio fue la declaración oficial de aquella
guerra en el origen de las terribles matanzas que llenaron las
páginas de la Historia de la Reforma y la Contrarreforma.
El R. P. Martín Lutero se absolvería hasta el final
de su vida de todos los crímenes cometidos en nombre de su doctrina,
y se moriría diciendo: “Mientras no sea refutado por la Sagrada
Escritura o por la clara razón, no puedo ni quiero retractarme
de nada, pues obrar en contra de la propia conciencia es malo
y peligroso. Amén”.
Amén, amén.
En relación a esta tesis segunda, la cosa es que,
no habiendo Jesús pronunciado jamás Orden de Penitencia Perpetua,
que esa penitencia de la primera tesis se refiera a la conferida
por los sacerdotes o a las que a sí mismos se confieran los luteranos
tiene que ver muy poco con el Jesús de los Evangelios y sí mucho
con el Jesús del Apocalipsis.
La penitencia, en efecto, caso de la Parábola de
la Oveja Descarriada, le conviene al cristiano que, como Lutero,
se perdió en los meandros de su grandeza. Para los demás, para
los que no han gozado las mieles del Bautismo es el arrepentimiento,
porque se acerca el Reino de los cielos, el Reino de la Alegría.
Así pues, contra Jesús afirmaba Lutero que Cristo
quiso decir lo que jamás dijo.
Interpretar la voluntad de Dios es un ejercicio peligroso.
Y si encima se interpreta su voluntad sobre algo que Él nunca
dijo el peligro se convierte en hazaña. Y las hazañas sólo les
convienen a los héroes. Como, por ejemplo, al Satán que retó a
Dios a que cumpliera su palabra de aplastarle la Cabeza.
CAPÍTULO 3.
Sobre las mortificaciones de la carne
-Sin embargo, el vocablo
(haced penitencia) no apunta solamente a una penitencia interior;
antes bien, una penitencia interna es nula si no obra exteriormente
diversas mortificaciones de la carne.
Cómo una nación que en su día llegó a mirar al resto
del mundo como quien mira a criaturas inferiores pudo caer en
la trampa de un fraile arrepentido que juró que la Gracia es gratuita
y la Fe sola salva, pero que entretanto la penitencia es de por
vida y, a ser posible, acompañada de algún que otro garrotazo
voluntariamente administrado, éste sí que es un misterio.
En primer lugar el R. P. Martín Lutero se niega a
aceptar gratuitamente el Perdón que viene de la Redención y se
manifiesta en el Bautismo. Aunque Lutero admira esa Misericordia
que concede la Absolución sin pedir nada a cambio y se siente
anonadado por tan inmensa Gracia, no puede aceptar gratuitamente
el Bautismo, y se somete voluntariamente a un régimen de penitencia
interior perpetua.
Agradece,
pero no acepta.
Comprende, pero no quiere recibir tantísimo sin dar
algo a cambio.
Así que liberado de la cárcel en la que todos estábamos
condenados, en agradecimiento el R. P. Martín Lutero se compromete
a llevar el traje de penitenciario durante el resto de sus vidas, ad maiorem Dei gloriam, por supuesto.
Todavía hay más. De vez en cuando, puesto que vivir
en penitencia interior no le parecía una forma suficiente de agradecer
lo que nunca esperó obtener, para que todo el mundo viera lo santo
que era, de vez en cuando iba a coger el garrote y se iba a administrar
voluntariamente una paliza.
El Mundo Moderno acababa de nacer. Las supersticiones
y las costumbres de las edades medievales pedían permiso para
retirarse y dejar paso a una nueva Edad. Infinitas cosas pedían
permiso para retirarse. Entre ellas aquella costumbre medieval
de administrarse palizas como medio de purificación santificante
de la carne.
Con la Edad Moderna esa tara psicológica sería desterrada
de la conciencia cristiana. O era de esperar. Pero he aquí que
de pronto las tinieblas se hacen hombre y piden permiso para convivir
con la luz del día.
Lutero no
sólo no acepta la gratuidad de la Gracia, sino que además de imponerse
el deber de pagar el Perdón con una vida en penitencia perpetua,
Lutero iba a salvar del destierro -al que la Edad Moderna quería
expulsarla- aquella vieja costumbre de pegarse palos en la espalda
y llevar faja de esparto debajo de los pantalones.
Y sin embargo Lutero seguiría diciendo que la Fe
sola salva.
¿Hipocresía, majadería de ese loco que -se dice-
siempre acompaña al genio?
¿El mundo entero admirando la aurora de una nueva
Edad y Alemania negándose a dejar atrás las llamadas Edades Oscuras?
¿No es esto refutar por “la clara razón” la demencia
que es imposible refutar por la Sagrada Escritura?
Vale que uno por sí mismo decida querer retribuir
a Dios por su Gracia viviendo en estado perpetuo de tristeza interior,
como quien está atormentado por lo malo que fuera y es incapaz
de perdonarse a sí mismo.
Vale, se concede esta debilidad.
Vale todavía que incapaz de perdonarse a sí mismo
uno se pase la vida dándose cabezazos contra la pared. Allá cada
cual.
Pero querer imponerle al resto del mundo esa incapacidad,
y encima ir por la vida predicando la auto-mortificación, yo creo
que una doctrina así no tiene por donde ser tomada en serio entre
hombres de salud mental sana y fuerte.
Es lo que en las tesis hasta ahora analizadas le
pidió el R. P. Martín Lutero a la nación alemana, que: Pues que
la sabiduría de los hombres es locura a los ojos de Dios y la
locura de Dios sabiduría a los ojos de los hombres, y viceversa,
¿por qué no cambiar la salud por locura sabiendo que la locura
a los ojos de los hombres es sabiduría a los ojos de Dios?
Había que ser mucho maestro en artes retóricas para
rescatar de edades oscuras en pleno estado de agonía actitudes
psicológicas que en la Edad Moderna no podrían subsistir sino
en su forma patológica.
La fe sola salva, pero el creyente debe acompañarla,
en agradecimiento por la Gracia, de una cara interior de perros
sin dueño, como la cara del que vive en duelo perpetuo, penitencia
a acompañar de alguna de las clases de mortificaciones de la carne
en la que los hijos de las edades oscuras fueron expertos.
¿Y esto es lo que quiso decir Jesucristo cuando dijera:
“Arrepentíos porque se acerca el Reino de los cielos”?
¿Pero el reino de los cielos no es alegría y salud
y felicidad. y libertad y amor a la vida y amor al prójimo. y
amor al Sol y amor a la Luna y amor a todas las cosas de la creación,
y alegría que se desborda por los dientes e inunda las orejas
de todos con risas que no mienten y canciones que no paran y promesas
que no se rompen y abrazos de despedida y besos de vuelta, y compartir
el pan y la manta y las tristezas lo mismo que las alegrías?
¿Ya el reino de los cielos dejó de ser todo esto
y más?
¿Desde cuándo el reino de los cielos dejó de ser
inteligencia abierta al conocimiento de lo desconocido, entendimiento
despierto siempre atento a los cambios de los tiempos y dispuesto
a seguir el curso del viento que viene del Espíritu, sabiduría
en crecimiento que se apoya en todos para juntos alcanzarlo todo?
¿Por orden y decreto del R. P. Martín Lutero y su
consejo de santos sabios debemos olvidarnos de la alegría de ser
más que inmortales, porque se nos ha concedido la vida eterna
a imagen y semejanza de la divina, y donde debiéramos estar pegando
botes de alegría se nos debe hallar con la tristeza del penitente?
¿Y con el látigo de la locura de las edades oscuras
golpeándonos fuertes las espaldas, los muslos, los brazos, allá
donde el pecado habita, ese hijo de la Muerte?
¿Entonces la Fe no nos liberó del pecado? ¿Somos
hijos de Dios sólo de palabra? ¿Todo fue una mentirijilla?
¿Seguimos siendo sólo eso, monos desnudos que tienen
la capacidad de imitar a los dioses?
¿Luego tenían razón los ángeles rebeldes al despreciar
al Hombre en razón de sus orígenes?
Fuimos golpeados en nuestra Infancia y pasamos la
Adolescencia en lucha perpetua por la supervivencia. Nuestro futuro
era la destrucción. Sólo había Uno que podía abrirnos una puerta
en el muro. Y lo hizo.
Nos abrió la Puerta de la vida eterna sin pedirnos
nada a cambio. Sólo eso, ser libres. ¿Y quiere un Lutero, que
fue incapaz de vivir a pleno pulmón la libertad de los hijos de
Dios, que todo el mundo la viva a su manera patológica, andando
por la vida en penitencia interior perpetua y con el látigo de
las mortificaciones al cinto dispuesto a golpear espaldas, cuando
no la propia al menos la ajena?
Ahí va el nuevo Jesucristo, el nuevo jefe de los
ejércitos del Señor. En ausencia de su Capitán Divino el pueblo
alemán se ha dado por campeón un héroe de la Penitencia Perpetua ad maiorem Dei gloriam. No va por ahí diciendo: Alegraos, porque sois
ciudadanos del reino de los cielos. No. Va predicando saco y ceniza.
En la mano lleva un látigo. Dice que es para expulsar a los vendedores
de indulgencias. Temblad, pecadores. Dios os dio la Fe gratuitamente,
pero su Vicario alemán os va a cobrar la deuda con sangre. Preparaos
a devolver sangre por sangre, lágrima por lágrima. Dios os dio
la libertad sin mérito alguno de vuestra parte; es hora que empecéis
a darle las gracias. La Fe sola salva, pero no es suficiente,
así que coged el látigo y golpearos la espalda hasta que os sangre
el alma. No la sangre de Cristo, sino la vuestra os ganará el
Cielo. Amén. Amén.
Así habló el R. P. Martín Lutero, y abriendo su boca,
dijo:
CAPÍTULO 4.
El odio al propio yo
-En consecuencia, subsiste
la pena mientras perdura el odio al propio yo (es decir, la verdadera
penitencia interior), lo que significa que ella continúa hasta
la entrada en el reino de los cielos.
Vanidad de vanidades y todo es vanidad- dijo el sabio.
Una vida entera estudiando Filosofías y Teologías sólo y únicamente
para poder vanagloriarse delante de todos y decir con la cabeza
muy alta: Yo soy Maestro en Artes y en Sagrada Escritura, así
que oídme: Jesucristo vino a predicar el Amor al prójimo, amigo
o enemigo; yo, Lutero, vengo a predicar el odio al propio Yo,
a tu Yo propio, al suyo, al de ellos...
Uno, que es un pobre ignorante sin títulos de ninguna
clase, y todo lo que tiene para guiñarse el ojo al espejo es su
cara dura, pregunta:
Señor sabio maestro en retórica, metafísica, dialéctica
y teología, ilumíneme por favor y dígame en qué pasaje del Nuevo
Testamento puedo leer yo que Jesucristo dijera: Odiaos a vosotros
mismos. O simplemente puso en su boca la palabra Odio.
Así que ¿se puede refutar por “la razón clara” lo
que ni con la Sagrada Escritura ni con la ciencia ni con la cordura
tiene por dónde cogerse? Pero bueno, ya que he respondido al reto
no voy a echarme atrás ante la falta de pies y cabeza de estas
primeras tesis. Intentaré encontrarles algo decente.
Si -hilando pensamientos- la verdadera penitencia
interior es el odio a uno mismo y esta penitencia es a perpetuidad
y por tanto el odio hacia el Yo propio es de por vida, pregunto,
¿cuándo me quedará tiempo para amarme a mí mismo y amar a los
demás como me amo a mí mismo?
¿Y cuánto tiempo me quedará para disfrutar del reino
de los cielos en vida si me paso toda la vida esperando a que
la muerte me llegue para entrar por fin en él?
Está bien que la esperanza no se vea, porque entonces
no sería esperanza. Esto lo dijo San Pablo. Y el hombre tenía
toda la razón del mundo. Si ves lo que esperas es que ya lo tienes,
y si lo tienes es de tontos no coger lo que ya es tuyo simplemente
porque te gustó ese estado de expectación constante; como el que
ha estado esperando el tren y se lo ha pasado tan bien en la sala
de espera que cuando viene ni lo coge. Aunque romántico es de
locos.
Y sin embargo la esperanza existe. Y existiendo es
como la Promesa que se saborea y en su Cumplimiento se alegran
los huesos, las neuronas, los músculos y hasta los dientes se
ríen sin que los puedas controlar. Claro, que si Dios no es capaz
de cumplir lo que promete, en este caso sí sería conveniente pasarse
la vida en penitencia perpetua, amargado y desesperado, odiándose
a uno mismo por no poder extirparse del cuerpo esa esperanza.
¿Puede o no puede Dios cumplir sus promesas? Yo ya
no me acuerdo. Será que me estoy haciendo viejo.
Así que si hay alguno por ahí que pueda enseñarme
el sentido del odio al Yo como puerta hacia la salvación, por
favor, que lo haga. A las puertas de la tercera edad aún no he
logrado penetrar en el misterio de esa sabiduría protestante que
afirma que hay que odiarse a sí mismo para ganarse el Cielo.
Y es que me temo que al no haberme podido odiar nunca
con esa intensidad, ni con media, ni con una parte cualquiera,
me temo que se me vaya el alma al Infierno.
En nombre de la Caridad lo ruego: ¿Me puede explicar
alguien cómo puedo odiarme y amarme al mismo tiempo?
Ojalá que mi grito llegue al Cielo y alguien aquí
abajo tenga Caridad de mi ignorancia, y acercándose a mi alma
la toque con la vara de su sabiduría, en plan Moisés tocando la
piedra, para que de la piedra de mi corazón mane el agua viva
de la verdadera ciencia, ésa que enseña a odiarse a uno mismo
hasta la muerte y amar a Dios toda la vida.
Mi miedo a no poder comprenderlo azota mi espíritu
con terrores horribles al Infierno, ya que si estoy condenado
a odiarme a mí mismo a perpetuidad, pues que aquí está la verdadera
penitencia interior, ¿cuándo amaré a Dios con todo mi corazón
si mi corazón está preocupado exclusivamente en mantener vivo
el odio a mí mismo?
¿Y si por odiarme a mí mismo tanto tiempo no encuentro
tiempo para amar a mi Dios con todo mi corazón y con todo mi alma
cuando llegue al Cielo cómo voy a decirle: Padre, te quiero?
¿Dios es tonto y no sabe diferenciar entre una verdad
y una mentira?
Lo único que necesito encontrar es la respuesta a
esta pregunta: ¿Puedo odiar a mi propio Yo y a la vez amarme a
Mí mismo? El día que la encuentre seré feliz por la eternidad
de las eternidades infinitas.
Ya sé que el R. P. Martín Lutero está a la espera
del Juicio y tiene el pobrecito una pierna en el Infierno más
que la otra en el Cielo. Me imagino que entre sus herederos, más
sabio que el maestro pues que la evolución no perdona a nadie,
alguno habrá que sea capaz de sacarme de mi asombro.
¿Cómo puedo odiar a mi Yo propio y sin embargo amarme
a Mí mismo?
¿El Sí Mismo y el Yo Propio son la misma cosa o son
dos cosas diferentes? Mi dilema debe venir de mi inexperiencia
con la esquizofrenia.
Por ejemplo, con la faringitis.
Sé al instante cuando me viene. La primera vez me
llevé un susto terrible. El farmacéutico se rió viéndome la cara.
Todavía lo recuerdo riéndose de mi cara de pardillo. La segunda
vez me lo tomé con más calma. La tercera no me hizo falta ni receta.
Ahora cuando viene no le doy respiro, tabletas al canto y la mato
antes de atrapar la fiebre. La experiencia manda.
Síntomas esquizofrénicos, por contra, no he sufrido
nunca. Por esto me pregunto si el amor a uno mismo que nos pide
el Evangelio, condición sine qua non para amar al prójimo, y el
odio al Yo propio que pide el R. P. Martín Lutero pueden vivirse
por una misma persona sin caer el individuo en un estado alucinatorio
esquizoide de alguna consideración y gravedad específicas, de
naturaleza seudomística o de cualquier otra neuropatología.
En fin, ¿cómo conjugar esta doctrina del odio hacia
el Yo en cuanto verdadera identidad del cristiano de verdad, el
auténtico, el superior, con el Amor hacia el Mí mismo que me pide
Jesucristo y según la intensidad del amor con el que me amo a
mí mismo amar a mi prójimo, a mis amigos, a mis enemigos, a mis
hermanos y al resto de la creación entera?
Por más que lo pienso sigo sin comprender la infinita
sabiduría del dilema luterano: Odiarme y amarme a mí mismo al
mismo tiempo. ¿Es que el Yo y el Sí mismo son dos cosas diferentes?
¿Una cosa es “mi Yo” y otra cosa es “el Mí mismo”? Puede que me
repita, pero es que no logro cogerle el truco.
Vamos a ver, ya que estoy dando la cara ahora no
voy a abandonar por mi incapacidad para comprender el tema.
Si Jesucristo me pide amar a los demás como me amo
a mí mismo, pero Lutero me dice que debo odiarme a mí mismo, ¿no
está Lutero prohibiéndome que ame a mi prójimo mediante el artificio
retórico de odiarme a mí mismo como condición de santidad a los
ojos de Dios?
¿O puedo amar a mi prójimo tanto como me odio a mí
mismo?
¿O siquiera odiarlo como me odio a mí mismo?
¿O amar a mi prójimo y odiarme a mí mismo?
Nada, por más que lo intento no salgo de mi perplejidad.
Cuando Jesucristo dijo: Haced penitencia ¿quiso decir que nos
odiásemos a nosotros mismos, y toda nuestra vida fuese un odio
perenne al Yo propio?
Si me odio a mí mismo y en consecuencia odio a mi
Yo ¿a cuenta de qué me va a importar a mí la salvación de ese
Yo que odio y es la causa de mi imposibilidad de amarme a mí mismo?
Y asumiendo que Jesucristo quiso que mi vida fuera
una penitencia interior perpetua y la penitencia interior perfecta
está en el odio a mi Yo propio ¿por qué a su evangelio se le llama
el Evangelio del Amor? ¿Es que hay dos evangelios, uno del Amor
y otro del Odio?
Y si la consecuencia del amor a mí mismo es el amor
a mi prójimo ¿la consecuencia del Odio a mi Yo propio no será
el odio a mi prójimo?
Y si el amor al prójimo requiere que se cumpla la
necesidad del amor a mí mismo ¿qué necesidad se cumple a raíz
del Odio al Yo propio?
Hombre, odiar, odiamos todos en algún momento de
nuestras vidas. El mismo Dios odia el espíritu del Diablo con
tantas fuerzas que el fuego de ese odio no se consume nunca.
Veamos ¿quién no se ha odiado a sí mismo alguna vez?,
¿pero dónde está ese loco que hará de ese odio pasajero una regla
maestra? Caso de existir este loco ¿ese odio hacia sí mismo no
lo acabaría consumiendo en un apocalipsis de delirio suicida?
La razón clara y la Sagrada Escritura se unen a un
mismo tronco para declarar que difícilmente aquel Jesucristo que
puso el Amor tan alto podía pedirnos que nos odiáramos a nosotros
mismos como condición para entrar en su Reino. Así que ¿de dónde
le venía a Lutero aquél odio hacia sí mismo?
¿Tal vez del hecho de haber tirado por la borda una
brillante carrera de abogado por culpa de un momento de debilidad?
¿Si se arrepintió de haber tirado de aquella forma
tan precipitada su vocación de abogado por qué no colgó los hábitos?
¿Prefirió cultivar al odio hacia sí mismo en su celda
antes que dar su brazo a torcer y reconocer que la vocación no
se impone, se nace con ella?
¿Comparable la experiencia de aquel Pablo de Tarso
a quien tirara del caballo el propio Jesucristo con la experiencia
del que se pierde en una tormenta, se asusta bajo un diluvio de
rayos y truenos, se caga patas abajo y hace voto de meterse en
un convento si sale vivo de algo tan natural como una lluvia torrencial?
¿Puede el orgullo propio llevar a un hombre hasta
tal punto de destrucción interior?
Parece que sí. De hecho, el orgullo propio ha causado
más tragedias que los dioses del caos y la fortuna ciega.
En el caso de Lutero el dilema psicológico tuvo una
estructura patológica de lo más elemental. Si no cumplía su voto
se odiaría a sí mismo por no ser capaz de ser un hombre de verdad.
Y si lo cumplía se odiaría de todas maneras. La cosa es, ¿era
esto suficiente para arrojarse por la pendiente esquizoide del
odio hacia el Yo propio?
La decisión era suya, pero personalmente no creo
que la decisión a tomar fuera tan complicada ni hubiera motivo
suficiente para transformar un molino de viento en un dragón maléfico
en razón de un error que siempre pudo haberse corregido sin necesidad
de echar abajo los muros de la iglesia universal.
Un momento de nervios lo tiene cualquiera. En una
ocasión como aquella, perdido en medio de la nada bajo una tormenta
torrencial, que Lutero hiciera voto de virginidad, de castidad
o de lo que fuera, dado su background católico no tenía
por qué extrañarle a nadie ni ser para él tema de vergüenza ad
eternum. Sus padres y sus amigos comprendieron y ninguno se
rió de su pronto. Hombre, seguro que con ese carácter asustadizo
ninguno de los hombres que le estaban dando la vuelta al mundo
por océanos desconocidos hubiera superado la distancia entre la
primera tormenta en alta mar y su gemela perfecta. De todos modos,
nadie esperaba de un abogado que fuera un Francis Drake, un Vasco
de Gama o un Cabeza de Vaca. Cada cual en su lugar.
¡Uno gatea hasta el techo de los Himalayas y otro
inventa la imprenta! Dios a nadie desprecia y ha hecho que todos
necesitemos de todos. No tiene más agallas quien aguanta más minutos
bajo el agua. Lo importante es encontrar el lugar de uno…
¡Cuánta razón tenían sus padres y sus amigos! Una
vez pasado el susto del rayo que le tocó el orgullo, el tiempo
que lo cura todo curaría también la espina que había de dejarle
no haber cumplido aquel voto hecho de aquella manera; y desde
su bufete de abogado recordaría Lutero aquella experiencia desde
otra perspectiva. ¿O no?
Aquella heroicidad de mantener el orgullo propio
contra la lógica del consejo de sus padres y sus amigos únicamente
podía conducirle a la locura de descubrir el error demasiado tarde.
Entonces sí que se odiaría a sí mismo por no haber sido más humilde
y haberse creído que en toda la historia de la humanidad jamás
hombre alguno pasó por una tormenta tan terrible y asombrosa.
¿Acaso no había leído la Odisea?
El héroe alemán, podemos diagnosticar con tranquilidad,
fue un valiente que tomó una decisión equivocada. Y, atrapado
en el odio a sí mismo por no haber silenciado la voz de su orgullo,
como aquel Quijote que veía gigantes donde sólo había molinos
de viento, empezó a ver dragones donde sólo había humanos. Sólo
eso, no santos, no demonios. Sólo eso, hombres. Y del odio hizo
su fuerza, su estandarte, su espada, su evangelio.
El odio hacia Dios que confesó haber vivido en su
celda no fue más que eso, el odio hacia sí mismo por no haber
sido capaz de reconocer que se equivocó. El odio que confesó hacia
el Dios Oculto fue la máscara tras la que su inconsciente ocultó
el Odio hacia sí mismo por no haber sido capaz de reírse de su
debilidad. Y tras la que siguió escondiendo el Odio hacia el Yo
propio suyo que con su orgullo lo seguía empujando a seguir adelante
con el hábito aun cuando estaba viendo que el odio hacia la vida
eclesiástica se le estaba pegando en los huesos y le estaba corrompiendo
el alma.
¡Cómo no odiar a su Yo propio! No tuvo nunca que
haber seguido para adelante, y no se atrevía a dar marcha atrás.
¿Razones para odiarse a sí mismo? Sólo le hubiera bastado pedir
la dispensa, colgar el hábito y volver a aquel mundo en plena
revolución entre cuyas ondas había crecido y para el que todo
su ser se encontraba preparado. Por Dios santísimo, tenía sólo
22 años, ¿por qué no tuvo misericordia de sí mismo? Había terminado
Filosofía. Iba a comenzar la carrera de abogado. Tenía un mundo
entero por delante y una vida maravillosa para disfrutar. ¡Y qué
mundo!
Los horizontes oceánicos se habían abierto y sobre
el Abismo cubierto antiguamente por las tinieblas de la ignorancia
el espíritu de Dios había trazado surcos hasta las Américas. Los
sistemas económicos estaban cambiando a caballo de la revolución
social que el Descubrimiento había espoleado. Mil años después
de la caída del imperio romano la Civilización volvía a levantar
la cabeza, volvía a soñar, y desde la Nueva Europa el futuro no
podía ser más prometedor para un joven aspirante a abogado llamado
Martín Lutero.
Acontecimientos sobrenaturales habían sacudido en
el último siglo el curso de la historia universal. De la derrota
había nacido una nación que, como ave fénix en sus cenizas a la
espera de su renacimiento, se había elevado al pináculo más alto
de la fama, y seguía imparable su ascensión en solitario hacia
la cumbre del monte de la gloria humana. Sus fundadores la llamaban
España.
Sus guerreros invencibles habían demolido el Islam
al Oeste y se aprestaban a hacer lo mismo en el Este; sus marineros
legendarios recorrían los océanos incógnitos abriéndole horizontes
a la Humanidad. Al Sur los italianos habían roto las fronteras
inconquistables que el Mundo Clásico le diera como tope a la creatividad
del genio humano y los resplandores del Renacimiento le ponía
los colores al futuro de la Ciencia.
Francia ondeaba la bandera del Humanismo que anunciaba
el Nacimiento de los Derechos Humanos. Y los propios alemanes
se apuntaban a la gran fiesta de la Celebración de la Victoria
de la Civilización aportando al resto del mundo la Imprenta.
Tras las fronteras de este mundo feliz estaban los
ejércitos del Islam. Y dentro de las fronteras el problema eterno
de Europa, su tendencia adorada a perderse en los pliegues de
su idiosincrasia melancólica por los viejos días de gloria, con
aquella reforma eclesiástica que no llegaba nunca, con la fraternidad
entre sus comunidades nacionales que nunca cuajaba, con sus promesas
de un mundo más perfecto y justo que nunca se realizaban ni nunca
se abandonaban. En fin, Europa. Su Europa.
Un mundo en ebullición que abría su corola al sol
de la esperanza después de mil años de invierno largo y duro.
Mil años durante los cuales la columna vertebral alrededor del
cual crecieron los miembros del cuerpo europeo fue la iglesia
católica, con sus defectos, con sus paranoias, con sus pecados
y sus vicios, pero siempre ahí para mantener la cohesión más allá
de las fronteras.
Mil años durante los cuales el futuro de la Civilización
dependió de la iglesia católica y el futuro de la iglesia católica
de Alemania.
Mil años luchados a pulso, siglo por siglo, y cada
siglo a caballo de una nueva amenaza de destrucción.
Mil años que habían dado su fruto y les abría a todos
los jóvenes de la generación de Martín Lutero un futuro prometedor,
vibrante, lleno de emociones y experiencias. Futuro al que el
aspirante a abogado sin duda ninguna se había apuntado poniendo
toda la carne en el asador.
De pronto, de golpe, mientras está de viaje le sorprende
a Lutero una tormenta. La oscuridad repentina, los vientos aullantes,
los truenos majestuosos de la tormenta le hacen perder el norte.
Ya no sabe para dónde tirar. En aquella oscuridad no puede guiarse
mediante ningún signo en los cielos o en la tierra. No reconoce
ningún monte. No divisa ningún edificio a la redonda. No encuentra
ningún refugio contra la lluvia torrencial. Ni le es posible acertar
con la salida más corta.
Un rayo golpea el cielo, atraviesa la atmósfera y
cae contra el árbol bajo el que Lutero, de 22 años, buscó refugio.
Horrorizado vuelve a campo abierto sin saber cómo salir pero buscando
la seguridad. Se desespera y hace una promesa: Meterse a fraile
si sale vivo.
Cualquiera en su lugar -conociendo el background católico del joven Martín- hubiera tenido la misma ocurrencia
o parecida. Santa Rita Rita Rita si me salvas subo de rodillas
a la ermita, o te estoy poniendo velas todos los días durante
los próximos diez meses.
Después de todo no nos acordamos de Dios y sus santos
más que cuando le vemos los cuernos al diablo. ¿O hay alguien
que se acuerde de Dios cuando está de fiesta?
Bueno, tampoco era para tanto. Tormentas malas y
peores que las que el joven Martín Lutero vivió las ha habido
desde los orígenes de la Tierra. También es verdad que hasta que
no se le muere a uno la madre y el padre no comprende uno lo que
ha perdido, y cosas por el estilo.
De aquí a tirarse de los pelos como si nadie pudiera
comprender la tragedia de la pérdida de un ser querido hay un
camino, demencial si el sujeto se empeña en creer que nadie puede
comprender lo que echa de menos a su difunto.
Una tormenta que sale de la Nada, el norte que se
pierde y no sabe uno para dónde tirar, un rayo que casi lo deja
a uno frito. Vale. Un susto. De aquí a creerse que jamás en toda
la historia de la humanidad hombre alguno vivió esa experiencia,
la verdad, no me parece normal.
Y ahora entre hombres, más de uno nos hemos cagado
en los pantalones por culpa de un mal flash. ¿O no? ¿Y por eso
vamos a odiarnos hasta la muerte? Lo que hace al valiente no es
el héroe, sino la superación del miedo que el riesgo implica.
Pero si lo que de verdad vale es eso de que los hombres no lloran,
y ya puestos ni cagan ni mean, entonces apaga y vámonos.
Tal fue, en definitiva, la tragedia del héroe de
la iglesia alemana.
Por morirse de pánico al hallarse perdido en una
tormenta no podemos llamarle cobarde. Sí, por no haber tenido
el valor de reconocer que lo suyo no eran los hábitos.
No tuvo el valor de reconocer que se había equivocado,
que se estaba equivocando. Y esta cobardía suya fue su sino para
toda la vida.
¿Cómo no iba a odiarse a sí mismo, a su propio Yo,
en sus palabras: hasta la muerte?
Pero vanidad de vanidades, si la voluntad de Jesucristo
fue que el odio hacia el propio Yo durase de por vida y mientras
dure nadie entre en el Reino de los cielos ¿no tenía razón el
pobre Lutero en su celda al creer que aquella tormenta fue cosa
divina, a fin de llevarle por el miedo al descubrimiento del odio
que abre las puertas del Cielo a quien de esa manera se odia hasta
la muerte?
Si este razonamiento es propio de un loco o de un
sabio que la iglesia alemana lo diga. Y de camino que nos aclare
cómo es que diciendo Jesucristo: “El Reino de los cielos se acerca.
Y el Reino de los cielos está en vosotros”, en base a qué su héroe
pone como condición para entrar en él el odio hasta la muerte
contra el propio Yo.
¿A quién creeremos, al Hijo de Dios que nos declara
ciudadanos de su Reino y por el Amor a su Corona nos sujetamos
a su Justicia en vida, o al Doctor en Filosofía y Teología que
nos niega la ciudadanía hasta la muerte? Y si es el Odio el que
nos libera y nos hace ciudadanos de ese Reino después de la muerte
¿de qué reino nos declaró el Hijo de Dios ciudadanos en vida?
¿O acaso el reino de los cielos no está donde hay
un hijo de Dios? ¿O ya no fue creado el sábado por el hombre sino
el hombre para el sábado? ¿Y ya no es el universo el que hace
al hombre sino el hombre el que hace al universo? ¿Ni la casa
de Dios son sus hijos sino los muros que le rodean?
¡De verdad de verdad, qué forma más curiosa de entender
la Verdad! Donde Jesucristo puso alegría Lutero puso penitencia;
donde Jesucristo puso Amor, Lutero puso Odio.
|
|||